A la mañana siguiente decidimos subirnos a
otro tren para recorrer los ochenta kilómetros que nos separaban de nuestra
meta. Contacté una vez más con mi hermano y nos dijo que él llegaría ese mismo
día, así que tendríamos dos o tres días para disfrutar de la ciudad de las
luces. Desayunamos tranquilos y después fuimos a la estación de tren a empaquetar
de nuevo las trikes y las mochilas. Después de la experiencia de Saint-Quentin
y sus trenes teníamos que hacerlo bien.
Susana se sentía muy feliz, se le notaba en
la cara. El cansancio de días pasados desapareció de su espíritu al saber de
su inminente llegada a la ciudad deseada. Subimos al tren. El viaje fue corto
y rápido, sin complicaciones. Llegamos. Preparamos de nuevo las trikes y nos
adentramos en la gran urbe. París es la ciudad más bonita que hemos visto y así
se dejó sentir tan pronto como la pisamos. Tuvimos una sensación totalmente
diferente al estar allí. Había algo de mágico al pasear con las trikes por sus
calles, algo que no sabríamos describir pero que nos hacía sentirnos muy
cómodos. Quizás fuese su historia, su cultura o su modernidad, o la conjunción
de todas ellas en una armonía casi perfecta de la apetecía empaparse. La
realidad era que nos absorbía; ahora podía entender como atrapó a tantos a lo
largo de su historia. Sentíamos como vibraba, como nos invitaba a quedarnos
y a mamar de su vida, así que nos dejamos llevar por el efecto sedante de su
droga mientras pedaleábamos hasta la Notre Damme. A su lado pasaban sin cesar
autobuses descapotables llenos de turistas, de camino a otro lugar. Nosotros,
sin embargo, aprovechamos para tomar un descanso, comer un tentempié a
base de pan de baguette francesa y después continuamos flotando hasta la
Torre Eiffel. Susana era la mujer más feliz del mundo y yo estaba encantado al
verla. Habíamos llegado a nuestra meta, lo habíamos conseguido.
Evidentemente los alrededores de la torre
estaban llenos de parejas, familias y turistas esperando en unas colas
interminables para subir a lo alto. Nosotros no subimos, pero prometimos
hacerlo en un futuro.
A la hora de comer estábamos inmensamente
felices bajo la Torre Eiffel, pero
teníamos que buscar un restaurante, así que nos despedimos del maravilloso
lugar. Después de comer nos pusimos en contacto con Nolo, mi hermano, para ir
hasta su hotel. De camino fuimos viendo los puentes sobre el Senna, los
palacios y el museo del Louvre. Fue maravilloso seguir el curso del río
montados en nuestras trikes y contemplando a nuestro paso libreros y artistas.
El hotel estaba a las afueras de la ciudad
y no resultaba fácil encontrarlo. Susana entró a preguntar en un bar y el camarero
buscó en internet pero tampoco dio con él. Empezábamos a pensar que la dirección
no estaba bien. Cuando salíamos se nos acercó un hombre que nos pretendía
ayudar. Era el dueño del local y curiosamente hablaba español. Nos invitó a
tomar algo en la terraza y le contamos nuestra aventura. Él era de Marruecos
y había sido militar en España durante muchos años. Lo pasamos realmente
bien charlando con aquel hombre.
Al final llamamos a Nolo y nos dimos cuenta
de que había un error en la dirección. Él nos había dicho que el hotel se
llamaba Charenton le Pont Citea, pero en realidad se llamaba Citea y estaba en
una zona de la ciudad que se llamaba Charenton-le-Pont. Una equivocación
superflua que retrasó mínimamente nuestro encuentro, pues no tardamos en llegar
a junto de él y fue increíble. Habían pasado varios meses desde la última vez
que nos vimos y ahora nos encontrábamos en París. ¡Nos encantó! Además, nunca
había viajado con mi hermano y estar allí con él era todo un acontecimiento.
Él es conductor de autobuses; se encarga de llevar a la gente de excursión
por varias ciudades europeas, así que, de casualidad, esos días estaba en
París y para nosotros sería el penúltimo milagro que necesitábamos para que
la aventura saliera bien. Si no fuera por él y su autobús nunca hubiéramos
podido llevar las trikes de vuelta, pues no nos hubiera llegado el dinero para facturarlas en el avión. Así fue
como salvamos nuestro preciado material y pusimos solución a uno de
nuestros últimos problemas. ¡La familia Supertramp ya tenía su autobús
mágico!
Nos costó desprendernos de nuestros vehículos, pero
ahora tocaba disfrutar y descansar. Llamamos a un hotel que le recomendaran a
Nolo y reservamos una habitación, así que con el tema del alojamiento
resuelto paramos en un Kebab y cenamos todos juntos disfrutando de la
compañía. Al acabar nos despedimos hasta el día siguiente, cogimos el metro
hasta nuestro hotel y después de una buena ducha dormimos nuestra primera
noche en París. Susana estaba radiante de felicidad, por fin había cumplido uno
de sus sueños. A la mañana siguiente, abrió la ventana de la habitación y
gritó: ¡Bonjour P
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