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CAPÍTULO 15: EL AUTOBÚS MÁGICO

A la mañana siguiente decidimos subirnos a otro tren para recorrer los ochenta ki­ló­me­tros que nos separaban de nuestra meta. Con­tacté una vez más con mi hermano y nos dijo que él llegaría ese mismo día, así que tendríamos dos o tres días pa­ra disfrutar de la ciudad de las luces. Desayu­na­mos tranquilos y después fuimos a la esta­ción de tren a empa­quetar de nuevo las trikes y las mochilas. Des­pués de la experiencia de Saint-Quentin y sus tre­nes teníamos que hacerlo bien.

Susana se sentía muy feliz, se le notaba en la cara. El cansancio de días pasados des­apareció de su espíritu al saber de su inminente lle­gada a la ciudad deseada. Subimos al tren. El viaje fue corto y rápido, sin complicaciones. Llegamos. Preparamos de nuevo las trikes y nos adentramos en la gran urbe. París es la ciudad más bonita que hemos visto y así se dejó sentir tan pronto como la pisamos. Tuvimos una sensación totalmente diferente al estar allí. Había algo de mágico al pasear con las trikes por sus calles, algo que no sabríamos describir pero que nos hacía sentirnos muy cómodos. Quizás fuese su historia, su cultura o su modernidad, o la conjunción de todas ellas en una armonía casi perfecta de la apetecía empaparse. La realidad era que nos absorbía; ahora podía entender co­mo atrapó a tantos a lo largo de su historia. Sen­tí­amos como vibraba, como nos invitaba a que­darnos y a mamar de su vida, así que nos dejamos llevar por el efecto sedante de su droga mientras pe­daleábamos hasta la Notre Damme. A su lado pasaban sin cesar autobuses descapo­tables llenos de turistas, de camino a otro lugar. Noso­tros, sin embargo, aprove­chamos para to­mar­ un des­canso, co­mer un tentempié a base de pan de bague­tte fran­cesa y después continua­mos flotando hasta la Torre Eiffel. Susana era la mu­jer más feliz del mundo y yo estaba encantado al verla. Ha­bíamos llegado a nues­tra me­ta, lo habíamos con­se­gui­do.
Evidentemente los alrededores de la torre es­taban llenos de parejas, familias y turis­tas esperando en unas colas interminables para subir a lo alto. Nosotros no subimos, pero prometimos hacerlo en un futuro.
A la hora de comer estábamos in­mensa­mente felices bajo la Torre Eiffel,  pero teníamos que buscar un res­tau­rante, así que nos despedimos del maravilloso lugar. Después de comer nos pusimos en con­tacto con Nolo, mi hermano, para ir hasta su hotel. De camino fuimos viendo los puentes sobre el Senna, los palacios y el museo del Louvre. Fue ma­ra­villoso seguir el curso del río montados en nues­tras tri­kes y contemplando a nues­tro paso libreros y artis­tas.
El hotel estaba a las afueras de la ciudad y no resultaba fá­cil encontrarlo. Susana entró a pregun­tar en un bar y el ca­marero buscó en internet pero tam­poco dio con él. Empezábamos a pensar que la di­rección no estaba bien. Cuando salíamos se nos acer­có un hombre que nos pretendía ayudar. Era el due­ño del local y curiosamente hablaba espa­ñol. Nos invitó a tomar algo en la terraza y ­le contamos nues­tra aventura. Él era de Ma­rrue­cos­ y había sido mi­li­tar en España durante mu­chos años. Lo pasamos re­al­mente bien charlando con aquel hombre.
Al final llamamos a Nolo y nos dimos cuenta de que había un error en la dirección. Él nos había dicho que el hotel se llamaba Charenton le Pont Citea, pero en realidad se llamaba Citea y estaba en una zona de la ciudad que se llamaba Charenton-le-Pont. Una equi­vocación superflua que retrasó mínimamente nuestro encuentro, pues no tardamos en lle­gar a junto de él y fue increíble. Habían pasado varios meses desde la última vez que nos vimos y ahora nos encon­trábamos en París. ¡Nos encantó! Además, nunca había viajado con mi hermano y es­tar allí con él era todo un acontecimiento. Él es con­duc­tor de auto­buses; se encarga de llevar a la gente de excursión por varias ciudades eu­ropeas, así que, de casua­lidad, esos días estaba en París y para noso­tros sería el penúltimo milagro que necesitá­bamos para que la aventura sa­liera bien. Si no fuera por él y su autobús nunca hubiéramos podido llevar las trikes de vuelta, pues no nos hubiera llegado el  dinero para factu­rarlas en el avión. Así fue como sal­vamos nues­tro preciado ma­terial y pusi­mos solución a uno de nuestros últimos pro­blemas. ¡La fa­milia Su­per­tramp ya tenía su auto­bús mágico!
Nos costó desprendernos de nuestros vehícu­los, pero ahora tocaba disfrutar y des­cansar. Llama­mos a un hotel que le recomendaran a Nolo y reser­vamos una habitación, así que con el tema del alo­ja­miento resuelto para­mos en un Kebab y cenamos to­dos juntos disfrutando de la compañía. Al acabar nos despedimos hasta el día siguiente, cogimos el metro hasta nuestro hotel y des­pués de una buena ducha dor­mimos nuestra primera noche en París. Susana estaba radiante de felicidad, por fin había cumplido uno de sus sueños. A la ma­ñana siguiente, abrió la ventana de la habitación y gritó: ¡Bonjour P

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