Cuando ya estábamos sentados en el tren,
con todas nuestras cosas dentro, empezamos a pensar en los transbordos que
haríamos para llegar a Saint-Quentin. Eran un total de tres y entre tren y tren
apenas había tiempo para cambiarnos de vía.
Uno de los trenes en los que fuimos iba tan lleno que no cerraban las
puertas. Estuvimos toda la tarde metidos en ellos y me llevé la medalla de
honor al transportar todo el material a
la velocidad de la luz. Esta vez me tocó a mi cargar con Bucéfalo y Se llama Rojo
después de haberlo hecho ellas por mi tantos kilómetros.
Llegamos de noche a Saint-Quentin. En la
estación preguntamos por el camping y nos dirigimos a él. Era tarde y empezó
a oscurecer. Al llegar iban a cerrar, pero esta vez la fortuna se alió con
nosotros y nos pudimos alojar en unas habitaciones al estilo de albergue de
peregrinos. Desmontando todo fuimos la expectación del lugar, tanto por nuestra
repentina llegada como por nuestro modo de viajar. Fue muy divertido ver a
Amelie arrastrar su saco de dormir de pasillo en pasillo para preparar su
camita; había adquirido el rol y se encargaba de sus cosas. Era excepcional
verla a sus veinte meses desarrollando habilidades que de otro modo nunca
experimentaría.
A la mañana siguiente hacía bastante frío y
Susana decía que estaba cansada. Ese día no estaba de muy buen humor. Fuimos a
comprar algo de comer y continuamos nuestro periplo. El paisaje cambió por
completo; dejamos atrás la llanura holandesa y los bosques belgas y empezamos a
conocer las colinas francesas. Nos gustaban, pero a Susana le estaba costando
mover sus ya resentidas piernas. En las cuestas perdía fuerza en cada
pedalada y ese día hicimos muy pocos kilómetros. Al mediodía comimos sentados
en una parada de autobús con la atenta mirada de unos niños que iban al
colegio y a los que seguro les parecimos unos extraños seres que habían
invadido su espacio. Por la tarde avanzamos otro poco y cada vez íbamos más
despacio, así que como encontramos un camping que no esperábamos nos
planteamos quedarnos o seguir los veinte kilómetros hasta el siguiente, pero
Susana lo tenía claro, prefería quedarse, necesitaba descansar y era lo
mejor.
Montamos la tienda una vez más y una señora
de una caravana contigua, al vernos, vino a ofrecernos unas tazas de café que
agradecimos. En el ático del edificio de recepción había una sala de lectura
con cuentos, juegos, lápices de colores, libros, revistas y una mesa de ping
pong en la que echamos unas partidas mientras Amelie pintaba. Después de
entretenernos un rato salimos a dar un paseo por el pueblo. Por esa zona de
Francia llamada Picardie empezaban a ser frecuentes monumentos y cementerios
de la Primera Guerra Mundial; la mayoría de ellos honraban a ingleses caídos
en combate. Esta imagen nos impactó bastante, sobre todo por la cantidad de
ellos que había. Fue una experiencia directa con la que pudimos comprobar la
realidad de este hecho histórico. Nunca, hasta entonces, lo había percibido de
esa manera. Después del paseo y con ese recuerdo en mente nos fuimos a dormir.
A Amelie le costó conciliar el sueño esa
noche, despertaba constantemente y no paraba de dar vueltas, así que por la
mañana nos despertamos medio dormidos y con Susana aún más cansada que el
día anterior.
Emprendimos camino y descubrimos nuevos
paisajes. Ante nosotros aparecieron verdes colinas y el ondulado terreno de
una extensa zona agrícola en la quede vez en cuando adivinábamos el trabajo de
algún tractor. Ya no circulábamos por carriles para bicicletas y la presencia
de coches era más constante aunque no molesta. Amelie estaba cansada y Susana
también. Notábamos que apenas avanzábamos por el cansancio de días pasados y
por no poder dormir la noche anterior. Y por encima discutimos aquella mañana.
Por la tarde paramos a comer en otro pueblo
francés y al acabar continuamos de nuevo por carretera parando a cada poco para
comer bocadillos de Nutella y reponer energía. Estaba pasando factura la
falta de descanso y lo acumulado de días pasados. Pedaleamos entonces en tándem,
atados con un pulpo mientras las colinas se sucedían unas tras otras. Era
agradable bajarlas pero no daba tiempo a disfrutarlas. Susana estaba tan
cansada después de comer que, mientras pedaleaba, casi se queda dormida. No
parábamos de reírnos al recordarlo, pero es que, si te pones, en una
reclinada se puede echar una siesta.
Dejamos
atrás los extensos campos agrícolas para adentramos en la zona de Compiègne,
donde la visión de varios castillos nos transportó irremediablemente a
épocas pasadas. La aventura se estaba convirtiendo en una experiencia en la
que recorrer tantos lugares cargados de historia cambiaba a cada paso nuestra
perspectiva de las cosas. Compiègne nos encantó. Resultó ser otro de esos
preciosos pueblos donde destacan monumentos, plazas e iglesias, con la
particularidad de ser reconocido como el lugar donde capturaron a Juana de Arco.
Nos dio pena no visitarlo con más detenimiento, pero cada vez estábamos más
cerca de nuestro destino y no teníamos más tiempo. En la plaza central del
pueblo había una oficina de turismo. Entramos y preguntamos por el albergue.
Nos encontrábamos en la ruta que seguía el Camino de Santiago, así que
esa noche dormiríamos en un albergue de peregrinos. La idea nos encantaba
y era una situación que ya conocíamos. Pagamos el albergue y, con la
dirección y una clave que nos dieron para entrar, partimos. Parecía que el regidor
del albergue no se encontraría en él. Cuando llegamos no encontrábamos la
puerta de entrada. En la dirección que nos dieran había una iglesia y varios
bloques de viviendas, pero ni rastro del albergue. Después de dar muchas
vueltas vimos un cartel en una de las puertas que hacía referencia a los peregrinos.
La puerta era electrónica; introdujimos la clave y ésta se abrió. El albergue
estaba debajo de la iglesia y no había nadie más en él. Nos establecimos cómodamente
pensando en disfrutar plenamente del espacio a pesar de la siniestra situación.
Era como una cripta. Igual por la mañana no teníamos que ir a misa, cosa que
no haríamos, sino que la escucharíamos en directo. Teníamos el albergue
para nosotros con cocina, baño y camas a elegir, pero cuando estábamos
tranquilamente asentados preparando la cena entró un señor por la puerta.
Se presentó como el dueño del albergue y el cura de la iglesia. Lo vine venir:
era el que nos iba a dar el concierto. De buenas a primeras nos preguntó
qué hacíamos allí. Aún sin acabar de entender su pregunta empezamos a explicarle
que estábamos haciendo parte del Camino de Santiago, que veníamos desde
Ámsterdam y que habíamos pagado el albergue en la oficina de turismo, en
donde, además, nos dieran la clave para entrar. El cura no parecía muy convencido
y estaba dispuesto a seguir debatiendo aún sin saber con qué objeto. Parecía
molestarle que estuviéramos allí. Lo notamos incómodo y no entendimos el
motivo. Al final, como habíamos dicho que hacíamos el Camino de Santiago, sacó
su carpeta «celestial» y nos vendió unas credenciales homologadas condición
sine qua non podríamos dormir allí. Ya habíamos pagado en la oficina de turismo,
pero el hombre no desistió. Cada credencial costaba cinco euros y nos vendió
una a cada uno, incluida Amelie. En aviones, trenes y alojamientos no nos
cobraron por un bebé de menos de dos años, pero la Iglesia no hace distinciones
en estos casos. En la oficina de turismo no nos informaran de esto y estábamos
molestos. Por lo que nos costara todo casi nos compensaba irnos a un hotel. Al
final, como estábamos a punto de llegar a París preferimos olvidarlo.
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