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CAPÍTULO 14: FRANCIA



Cuando ya estábamos sentados en el tren, con todas nuestras cosas dentro, empe­za­mos a pensar en los transbordos que haríamos para llegar a Saint-Quentin. Eran un total de tres y entre tren y tren apenas había tiempo para cambiar­nos de vía.  Uno de los trenes en los que fuimos iba tan lleno que no ce­rra­ban las puertas. Estuvimos to­da la tarde me­tidos en ellos y me llevé la medalla de honor al  transportar todo el material a la velocidad de la luz. Esta vez me tocó a mi cargar con Bucéfalo y Se llama Ro­jo después de haberlo hecho ellas por mi tantos ki­lómetros.
Lle­ga­mos de noche a Saint-Quentin. En la es­ta­ción pre­guntamos por el camping y nos dirigimos a él. Era tarde y empezó a oscu­recer. Al llegar iban a cerrar, pero esta vez la fortuna se alió con nosotros y nos pudimos alojar en unas habitaciones al estilo de albergue de peregrinos. Des­montando todo fuimos la expectación del lugar, tan­to por nues­tra repentina llegada como por nues­tro modo de viajar. Fue muy diver­tido ver a Amelie arrastrar su saco de dormir de pa­sillo en pa­sillo para preparar su camita; ha­bía adquirido el rol y se encargaba de sus cosas. Era ex­cep­cional verla a sus veinte meses desarrollando habi­lidades que de otro modo nunca experimentaría.
A la mañana siguiente hacía bastante frío y Susana decía que estaba cansada. Ese día no estaba de muy buen humor. Fuimos a comprar algo de co­mer y continuamos nuestro periplo. El paisaje cam­bió por completo; dejamos atrás la llanura holandesa y los bosques belgas y empezamos a conocer las colinas francesas. Nos gustaban, pero a Susana le estaba costando mover sus ya re­sen­tidas piernas. En las cuestas perdía fuerza en cada pedalada y ese día hi­cimos muy pocos kilómetros. Al mediodía comi­mos sentados en una para­da de au­to­­bús con la atenta mirada de unos niños que iban al colegio y a los que seguro les parecimos unos extraños seres que habían invadido su espacio. Por la tarde avanza­mos otro poco y cada vez íbamos más des­pa­cio, así que como encon­tra­mos un cam­ping que no esperábamos nos planteamos quedarnos o seguir los veinte kilóme­tros hasta el si­guien­te, pero Susana lo tenía claro, pre­fe­ría que­dar­se, ne­cesitaba descansar y era lo mejor.
Montamos la tienda una vez más y una seño­ra de una caravana contigua, al vernos, vino a ofre­cernos unas tazas de café que agrade­ci­mos. En el ático del edificio de recepción había una sala de lectura con cuentos, juegos, lá­pi­ces de colores, libros, revistas y una mesa de ping pong en la que echamos unas partidas mientras Amelie pinta­ba. Después de entretenernos un rato salimos a dar un paseo por el pueblo. Por esa zona de Francia llamada Picardie empezaban a ser frecuentes monumentos y ce­men­terios de la Pri­me­ra Guerra Mun­­dial; la mayoría de ellos honraban a ingleses caí­dos en combate. Esta imagen nos impactó bastante, sobre todo por la can­tidad de ellos que había. Fue una experiencia directa con la que pudimos comprobar la realidad de este hecho histórico. Nunca, hasta entonces, lo había percibido de esa manera. Después del paseo y con ese recuerdo en mente nos fuimos a dor­mir.
A Ame­lie le costó conciliar el sueño esa noche, des­pertaba cons­tantemente y no pa­raba de dar vuel­tas, así que por la ma­ña­na nos des­pertamos medio dormidos y con Su­sana aún más can­sada que el día anterior.
Emprendimos camino y descu­brimos nuevos paisajes. Ante nosotros aparecieron verdes co­linas y el ondulado terreno de una extensa zona agrí­cola en la quede vez en cuando adivinábamos el trabajo de algún tractor. Ya no circu­lábamos por carriles para bicicletas y la presencia de coches era más constante aunque no molesta. Amelie estaba cansada y Susana también. Notábamos que apenas avanzábamos por el cansancio de días pasa­dos y por no poder dormir la noche anterior. Y por encima dis­cu­timos aquella mañana.
Por la tarde paramos a comer en otro pueblo francés y al acabar continuamos de nuevo por carretera parando a cada poco para comer boca­di­llos de Nutella y reponer ener­gía. Estaba pasando factura la falta de descanso y lo acu­mu­lado de días pasados. Pedaleamos entonces en tán­dem, ata­dos con un pulpo mientras las co­linas se sucedían unas tras otras. Era agra­dable bajarlas pero no daba tiem­po a dis­fru­tar­las. Susana estaba tan cansada después de comer que, mientras peda­le­aba, casi se queda dor­mida. No pará­bamos de reírnos ­al recordarlo,­ pero es que, si te pones, en una reclinada se puede echar una siesta.
 Dejamos atrás los extensos campos agrícolas para adentramos en la zona de Compiègne, donde la visión de varios cas­tillos nos trans­por­tó irremediablemente a épocas pa­sadas. La aventura se estaba convirtiendo en una experiencia en la que recorrer tantos lugares cargados de historia cambiaba a cada paso nuestra perspectiva de las cosas. Compiègne nos encantó. Resultó ser otro de esos preciosos pueblos donde destacan mo­nu­mentos, plazas e iglesias, con la particularidad de ser reconocido como el lugar donde capturaron a Juana de Ar­co. Nos dio pena no visitarlo con más de­te­ni­miento, pero cada vez estábamos más cerca de nues­tro des­ti­no y no te­níamos más tiempo. En la plaza central del pueblo había una oficina de turismo. Entramos y pre­guntamos por el alber­gue. Nos en­con­trá­ba­mos en la ruta que seguía el Ca­mino de San­tiago, así que esa noche dormi­rí­a­mos en un al­bergue de pere­grinos. La idea nos en­cantaba y era una si­tuación que ya cono­cíamos. Pa­ga­mos el albergue y, con la dirección y una clave que nos dieron para entrar, partimos. Parecía que el re­gidor del albergue no se encon­traría en él. Cuando llegamos no encon­trá­bamos la puerta de entrada. En la di­rección que nos dieran había una iglesia y varios bloques de vi­vien­das, pero ni rastro del albergue. Des­pués de dar muchas vuel­tas vimos un cartel en una de las puer­tas que hacía referencia a los pere­grinos. La puerta era elec­tró­nica; introdujimos la clave y ésta se abrió. El alber­gue estaba debajo de la iglesia y no había nadie más en él. Nos estableci­mos cómo­da­mente pen­sando en disfrutar ple­namen­te del espacio a pesar de la si­nies­tra si­tua­ción. Era como una cripta. Igual por la mañana no te­níamos que ir a misa, cosa que no ha­ríamos, sino que la escucha­ríamos en directo. Te­ní­amos el al­bergue para noso­tros con co­cina, baño y camas a elegir, pero cuando es­tába­mos tranquilamente asentados pre­­pa­rando­ la cena entró un señor por la puerta. Se presentó como el dueño del albergue y el cura de la iglesia. Lo vine venir: era el que nos iba a dar el con­cierto. De bue­nas a pri­meras nos pre­guntó qué hacíamos allí. Aún sin aca­bar de entender su pre­gunta empezamos a ex­pli­carle que está­ba­mos ha­cien­do parte del Cami­no de San­tiago, que ve­nía­mos des­de Ámsterdam y que habí­a­mos pagado el al­ber­gue en la oficina de tu­ris­mo, en don­de, ade­más, nos die­ran la clave para en­trar. El cura no parecía muy con­vencido y estaba dispuesto a seguir de­ba­tiendo aún sin saber con qué objeto. Pa­recía mo­les­tarle que estuviéramos allí. Lo nota­mos incó­modo y no entendimos el motivo. Al final, como ha­bí­a­mos dicho que hacíamos el Camino de Santiago, sacó su carpeta «celestial» y nos vendió unas cre­den­ciales ho­molo­gadas condición sine qua non po­dríamos dor­mir allí. Ya había­mos pagado en la ofi­cina de tu­rismo, pero el hombre no desistió. Ca­da credencial costaba cinco euros y nos vendió una a cada uno, in­cluida Amelie. En aviones, trenes y alojamientos no nos cobraron por un bebé de menos de dos años, pero la Iglesia no hace distinciones en estos casos. En la oficina de turismo no nos informaran de esto y estábamos molestos. Por lo que nos costara todo casi nos compensaba irnos a un hotel. Al final, como estábamos a punto de llegar a París preferimos olvidarlo.


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