Estábamos muy cerca de Bruselas, el ecuador
de nuestro viaje y una de nuestras metas, pero antes aún avanzamos hasta
Grimbergen, la ciudad de la cerveza. Grimbergen es un lugar alucinante, con
antiguos edificios, carreteras empedradas, la increíble arquitectura de sus
iglesias y cervecerías por todos lados.
Llegamos al mediodía, justo para comer. No
queríamos gastar mucho en menús, pero era necesario que Amelie, que siempre
daba mucho trabajo para comer, comiese bien. Entramos en un pequeño restaurante
y pedimos unos platos de boloñesa que devoramos con avidez. No conseguimos
que Amelie comiera mucho, pero, al menos, había comido lo suficiente. Al
acabar tomamos la decisión de quedarnos en el camping de Grimbergen y disponer
de más tiempo para nosotros. Cuando llegamos, montamos la tienda en un gran
campo de césped perfecto y al terminar fuimos a jugar con Amelie a la hierba.
Ella se lo estaba pasando en grande y nosotros también. Con el paso de los
días aprendimos a racionalizar mejor el tiempo y a disfrutarlo más. Empezábamos
a ser unos verdaderos aventureros en familia, a conocernos más, a compartir
más en nuestro nuevo modo de vida. La aventura nos uniría o nos alejaría. Ese
día jugamos juntos y disfrutamos como nunca lo habíamos hecho.
La cercanía de la ciudad de Bruselas, que
estaba situada a apenas diez kilómetros de Grimbergen, había asentado su
aeropuerto cerca del camping y los aviones despegaban y aterrizaban cada
pocos minutos. Hacían un ruido espantoso. Era curioso, pero en casi todos los
campings en los que habíamos estado, o bien tenían cerca un aeropuerto o bien
tenían una estación de tren, con lo que eso suponía a la hora de dormir,
aunque ninguno nos tocó tan de cerca como este.
Estaba anocheciendo y empezamos a preparar
el baño. Fue estupendo que tuvieran uno exclusivo para bebés con una bañera
pequeña. Amelie pudo disfrutarlo a lo grande. Le llenamos la bañera varias
veces. ¡Qué contenta estaba! Después de la ducha nos fuimos a la tienda a
preparar nuestras camas. Era un ritual que ya teníamos aprendido: colocábamos
los sacos, rellenábamos sus fundas con ropa para hacer las almohadas y nos
juntábamos para dormir. Siempre dejábamos el mejor sitio para Amelie. Con
el paso del tiempo estábamos aprendiendo muchas cosas sobre viajar juntos.
Aún no éramos unos expertos pero nos empezamos a dar cuenta de que cada vez lo
hacíamos mejor.
Esa noche llovió un poco y el ruido de los
aviones nos despertaban a menudo, pero aún así dormimos bien.
A la mañana siguiente Susana estaba feliz.
Iba a cumplir el sueño de llegar a Bruselas con nosotros. Ella era la
anfitriona y la guía en este territorio. Llegamos en pocas horas a la capital
belga, pasamos por el hotel donde se había hospedado hacía ya cinco años y nos
guió por los lugares que reconocía. Recorrimos una calle peatonal llena de
gente que nos llevaba a la Grande Place. Cuando llegamos Amelie estaba
dormida, pero la despertamos para celebrar nuestra pequeña victoria.
Aunque la ciudad nos parecía digna de
ver, aquel día, por falta de tiempo, apenas pudimos hacer una visita al
Manneken Pis y la Grande Place.
A mitad de camino de nuestro recorrido, y
después de haber vivido infinidad experiencias que no hace falta recordar,
nos sentimos felices de hacer lo que estábamos haciendo, sin embargo, Susana
empezó a mostrar síntomas de cansancio. No estaba acostumbrada a pedalear
tantos días seguidos y el ajetreo diario la había dejado con las baterías descargadas.
Además, haber alcanzado una de sus metas le había hecho sentir que su viaje
había cumplido parte de su cometido. Ahora le tocaba alcanzar su otra gran
meta, pero ya veíamos que tendríamos que redoblar nuestros esfuerzos o no
llegaríamos a tiempo. Con todos los problemas que habíamos tenido íbamos con
retraso y ahora andábamos bastante justos para alcanzar París. Llegados a
este punto decidimos subirnos a un tren para recorrer unos cuantos kilómetros.
La estación de tren no estaba muy lejos.
Después de planificar tanto te das cuenta
de que las cosas no salen como esperas y es más importante saber adaptarse.
Cuando estábamos llegando a la estación recibimos
una llamada de mi hermano. Nos llamaba para contarnos que en pocos días
llegaría a París con su autobús, aunque no sabía la fecha exacta. Menuda sorpresa.
No me lo podía creer, apenas nos veíamos en casa a causa de los trabajos de
ambos y si nada lo impedía nos veríamos en París. En principio, a nosotros
nos costaría mantener el ritmo para llegar, así que, ahora estudiaríamos
cuanto deberíamos avanzar en tren para no ir con prisas.
En la estación de Bruselas nos fue algo complicado
organizarnos con las trikes y todo el equipamiento. Buscamos un tren para
acortar distancias, pero sólo pudimos hacer una conexión posible y era
bastante engorrosa: de Bruselas iríamos a Lille en donde nos bajaríamos para
subirnos a otro tren con apenas diez minutos entre ambos para cambiarnos y después
subiríamos a otro que nos llevaría a Saint-Quentin. En total haríamos ciento
cincuenta kilómetros de recorrido que sólo acortarían unos cien kilómetros
reales de nuestra ruta. O hacíamos eso o estábamos atrapados en Bruselas.
Además, el tren que iba directo a París no paraba en Saint-Quentin y nosotros
no queríamos perdernos esa parte del viaje. Mientras compraba los billetes
(tardaría casi una hora en conseguirlos), un hombre acercó a a mis chicas.
Ellas estaban allí sentadas con todos los bultos a su lado. Vi como hablaba
con ellas y me acordé de que nos habían avisado de que tuviéramos cuidado en esa
misma estación. No le sacaba ojo y Susana y yo cruzamos unas miradas para
entender qué estaba pasando. Me tranquilice cuando, después de un rato, el
hombre se fue. Regresé con los billetes en la mano, pero no teníamos tiempo
para hablar. En quince minutos salía nuestro tren y teníamos que desmontar
todas las mochilas, empaquetar las las trikes y subir unas escaleras mecánicas
para llegar a las vías del tren. Aún con la tensión de la visita inesperada de
aquel hombre, Susana no soltaba de la mano a Amelie. Subimos a toda prisa las
escaleras que nos llevaban a nuestra vía y por suerte una chica nos ayudó a
subir todo, sino, probablemente, hubiéramos perdido el tren. Fue una
auténtica locura.
Comentarios
Publicar un comentario