Nuestro siguiente destino era Antwerpen.
Habíamos leído sobre esta ciudad en los folletos y sabíamos que ofrecían un
buen albergue para cicloviajeros como nosotros. Al llegar, la ciudad no nos
decepcionó, nos enamoramos de sus canales al tiempo que nos dejamos
impresionar por su iglesia que, con una única torre, apuntaba desafiante al
cielo de Antwerpen. El sol de la tarde iluminaba las empedradas calles que estaban
engalanadas para celebrar su día de fiesta. Todo estaba decorado con flores
de vivos colores, lleno de gente, de músicos y niños jugando. Paseamos
felices montados en nuestras reclinadas mientras nos dirigíamos al albergue.
Éste fue más fácil de encontrar. El lugar
se llamaba «De Nekker». Me dirigí a recepción como de costumbre para hacer el
registro mientras Susana y Amelie jugaban fuera. No paraban de llegar niños
que iban a entrenar fútbol, tenis y otros deportes. Era, en realidad, un complejo
deportivo en el que se notaba un ambiente relajado y sano que invitaba a
quedarse. Cuando terminé el registro bajé corriendo la pista que me separaba
de mis pequeñas y con una sonrisa enorme en la cara les conté que dormiríamos
en bungalow. Susana se puso muy contenta al oír la noticia.
El complejo deportivo contaba también con
todo tipo de instalaciones para el recreo: un lago con playa, varios parques
con columpios y unos bungalows especialmente reservados para los
cicloviajeros de la LF2. Era el lugar perfecto para descansar, así que cogimos
nuestras cosas y pedaleamos hasta los bungalows con ánimo y empezando a desconectar
de todo. El nuestro estaba dividido en dos espacios: en la entrada se
encontraba la cocina, una mesa de madera y dos camas gemelas, y en el otro
espacio, situado en la parte trasera, había otra habitación con dos literas.
Para nosotros era todo un lujo. Además, en la parte posterior de la cabaña,
había un jardín y un pequeño garaje para guardar las trikes y a la derecha de
la cabaña se encontraban los baños comunes para la playa del lago, aunque los
teníamos a nuestra entera disposición. Para completar el idílico lugar había
enfrente de la cabaña un lago con un paseo que lo rodeaba. Allí me sentí como
Thoreau en la laguna de Walden, cuando éste se quedaba horas observando los
animales mientras, a lo lejos, pasaba la locomotora de camino a la ciudad.
Sentados en aquel lugar de paz, con Amelie
jugando a nuestro alrededor, vimos descender el sol hasta que la luz empezó a
menguar, y sólo entonces cogimos las toallas y demás enseres para darnos una
merecida ducha. No recuerdo el tiempo estuvimos bajo el agua, pero lo que fue
seguro es que nos relajamos plenamente. El baño contaba con cambia pañales
y también lo agradecimos, puesto que siempre era complicado vestir a Amelie
sin que tocara el suelo después de una ducha. Al acabar fuimos a la cafetería
donde Amelie se tomó el biberón y nosotros unas cervezas frías para celebrarlo
juntos. Después regresamos felices a Walden.
Amelie agradeció mucho dormir en una cama
para ella sola, aunque como no estaba acostumbrada a dormir sin sábana de
seguridad se cayó un par de veces de ella. Con el susto de la caída gimió un
poco, pero se durmió sin problemas nada más volver al sobre.
A la mañana siguiente estábamos aún más contentos
que cuando llegamos. Habíamos dormido bien y desayunamos con calma. Después
dimos un paseo por el recinto de «De Nekker». Era aún más grande de lo que
imaginábamos. Tenía un parque enorme con columpios de todo tipo y para todas
las edades. Había pistas de fútbol, tenis y skate, aunque lo mejor era la
pequeña playa fluvial en medio del lago, con una isla y una estructura de
cuerdas para poder escalar y tirarse al agua. Amelie jugó en todo lo que pudo
y nosotros también.
Decidimos quedarnos un día más. Necesitábamos
descansar y Amelie, que casi estaba recuperada, lo estaba agradeciendo.
Tuvimos que ir al supermercado y de paso dimos un paseo por la ciudad. Cuando
estábamos haciendo la compra una mujer se dirigió a nosotros muy emocionada y
nos preguntó si éramos españoles. Ella era de Marruecos aunque había vivido
en Andalucía mucho tiempo. Iba con sus dos hijos que también hablaban español.
Ella añoraba España pero se habían tenido que marchar por falta de trabajo en
nuestro país. Fue muy agradable hablar con ella y disfrutamos mucho de su
conversación. Hicimos nuestras respectivas compras y nos despedimos, pero
cuando regresábamos, nos la volvimos a encontrar por la calle, ahora
acompañada de su marido. Estaban esperando el autobús, nos saludamos y
hablamos de nuevo. Ella quería invitarnos a cenar y dormir en su casa. La
verdad, no estábamos acostumbrados a esa amabilidad y en parte no aceptamos
porque ya habíamos pagado otro día en el
bungalow y porque nos íbamos a la mañana siguiente, aunque, en el
fondo, también era porque no éramos capaces de aceptar una invitación amable de
alguien desconocido. Nos dimos cuenta de nuestra limitación y ahora pensamos
que hubiera sido excepcional habernos quedado con aquella familia. Cuando
se presente otra oportunidad seguro que la aprovecharemos.
Por la tarde nos fuimos a tomar unas cervezas
al bar de «De Nekker» que estaba abarrotado de niños y padres que iban a
celebrar un cumpleaños a lo grande. Estábamos dando una vuelta por el interior
del recinto, en uno de los pabellones donde preparaban el catering, cuando
uno de los camareros se nos acercó para preguntarnos si queríamos pasar ya al
convite. Nos dedicamos una mirada cómplice ante la posible respuesta, pero casi
al instante, y honestamente, renunciamos al banquete regresando al refugio
una vez más.
Dormimos esa noche más y acabamos nuestra
magnífica estancia en «De Nekker». Lo disfrutamos tanto que nos dio pena
irnos, pero era hora de continuar, así que sacamos las trikes del garaje y nos
pusimos en marcha de nuevo.
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