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CAPÍTULO 12: COMO EN LA LAGUNA DE WALDEN



Nuestro siguiente destino era Antwerpen. Habíamos leído sobre esta ciudad en los folletos y sabíamos que ofrecían un buen albergue para cicloviajeros como nosotros. Al llegar, la ciudad no nos decepcionó, nos enamo­ramos de sus canales al tiempo que nos dejamos impresionar por su iglesia que, con una única torre, apuntaba desafiante al cielo de Antwerpen. El sol de la tarde iluminaba las empedradas ca­lles­ que estaban en­gala­nadas para ce­lebrar su día de fiesta. Todo estaba decorado con flo­res de vi­vos co­lo­res, lleno de gente, de músicos y ni­ños jugando. Paseamos felices montados en nues­tras recli­nadas mientras nos dirigíamos al albergue.
Éste fue más fácil de encontrar. El lugar se llamaba «De Nekker». Me dirigí a recep­ción como de costumbre para hacer el registro mientras Susana y Amelie­­ jugaban fuera. No paraban de llegar niños que iban a entrenar fútbol, tenis y otros deportes. Era, en realidad, un com­plejo deportivo en el que se notaba un ambiente relajado y sano que invitaba a quedarse. Cuando terminé el registro bajé co­rriendo la pista que me se­paraba de mis pequeñas y con una sonrisa enorme en la cara les conté que dormiríamos en bungalow. Susana se puso­ muy contenta al oír la noticia.
El complejo depor­ti­vo contaba también con todo tipo de insta­la­ciones para el recreo: un lago con playa, varios parques con columpios y unos bunga­lows especialmente reserva­dos para los cicloviajeros de la LF2. Era el lugar per­fecto para descansar, así que cogimos nuestras cosas y pedaleamos hasta los bun­galows con ánimo y empezando a des­conectar de todo. El nuestro estaba dividido en dos espa­cios: en la en­trada se encontraba la cocina, una mesa de ma­dera y dos ca­mas gemelas, y en el otro espacio, situado en la parte trasera, había otra habitación con dos literas. Para nosotros era todo un lujo. Además, en la parte posterior de la ca­baña, había un jardín y un pe­queño garaje para guardar las trikes y a la derecha de la cabaña se encontraban los baños comu­nes para la pla­ya del lago, aunque los te­ní­amos a nu­es­tra entera disposición. Para completar el idílico lugar ha­bía enfrente de la cabaña un lago con un paseo que lo rode­aba. Allí me sentí como Thoreau en la la­guna de Walden, cuando éste se quedaba horas observando los ani­males mien­tras, a lo lejos, pasaba la loco­mo­tora de ca­mino a la ciudad.
Sentados en aquel lugar de paz, con Amelie jugando a nuestro alrededor, vimos descender el sol hasta que la luz empezó a menguar, y sólo entonces cogimos las toallas y demás enseres para darnos una merecida ducha. No recuerdo el tiem­po estu­vimos bajo el agua, pero lo que fue seguro es que nos re­la­jamos plena­mente. El baño contaba con cambia pa­ñales y también lo agra­decimos, puesto que siempre era com­­plicado vestir a Amelie sin que tocara el suelo después de una ducha. Al aca­bar fuimos a la cafete­ría donde Amelie se tomó el biberón y nosotros unas cervezas frías para celebrarlo juntos. Después re­gre­samos felices a Wal­den.
Amelie agradeció mucho dormir en una cama para ella sola, aunque como no estaba acostumbrada a dormir sin sábana de seguridad se cayó un par de veces de ella. Con el susto de la caída gimió un poco, pero se dur­mió sin problemas nada más volver al sobre.
A la mañana siguiente estábamos aún más con­­tentos que cuando llegamos. Habíamos dormido bien y des­­ayunamos con calma. Después dimos un paseo por el recinto de «De Nekker». Era aún más grande de lo que imaginábamos. Tenía un parque enorme con columpios de todo tipo y para todas las edades. Había pistas de fútbol, tenis y skate, aunque lo mejor era la pequeña playa fluvial en me­dio del lago, con una isla y una estruc­tura de cuer­das para poder escalar y tirarse al agua. Amelie jugó en todo lo que pudo y nosotros también.
Decidimos quedarnos un día más. Necesi­tá­bamos descansar y Amelie, que casi estaba recupe­rada, lo estaba agradeciendo. Tuvimos que ir al su­permercado y de paso dimos un paseo por la ciu­dad. Cuando estábamos ha­ciendo la compra una mujer se dirigió a nosotros muy emocionada y nos preguntó si éramos españoles. Ella era de Ma­rruecos aunque ha­bía vivido en Andalucía mucho tiem­po. Iba con sus dos hijos que también hablaban español. Ella año­ra­ba España pero se habían tenido que marchar por falta de trabajo en nuestro país. Fue muy agra­dable ha­blar con ella y disfrutamos mucho de su conver­sa­ción. Hicimos nues­tras respectivas compras y nos despedimos, pero cuando regresábamos, nos la vol­vimos a encon­trar por la calle, ahora acompañada de su ma­rido. Esta­ban esperando el au­tobús, nos sa­lu­damos y habla­mos de nuevo. Ella quería invitarnos a cenar y dor­mir en su casa. La verdad, no está­bamos acos­tum­brados a esa ama­bilidad y en parte no aceptamos porque ya habíamos pagado otro día en el  bungalow y porque nos íba­mos a la mañana siguiente, aunque, en el fondo, también era porque no éramos capaces de aceptar una invitación amable de alguien desco­nocido. Nos dimos cuenta de nuestra li­mitación y ahora pen­sa­mos que hubiera sido ex­cep­cional ha­bernos quedado con aquella familia. Cuan­do se presente otra oportunidad seguro que la apro­ve­cha­remos.
Por la tarde nos fuimos a tomar unas cerve­zas al bar de «De Nekker» que estaba abarrotado de ni­ños y padres que iban a celebrar un cumpleaños a lo grande. Estábamos dando una vuelta por el inte­rior del recinto, en uno de los pabellones donde pre­pa­ra­ban el catering, cuando uno de los camareros se nos acercó para preguntarnos si querí­amos pasar ya al convite. Nos dedicamos una mirada cómplice ante la posible respuesta, pero casi al ins­tante, y honesta­mente, renunciamos al banquete regresando al­ re­fu­gio una vez más.
Dormimos esa noche más y acabamos nues­tra magnífica estancia en «De Nekker». Lo dis­fru­ta­mos tanto que nos dio pena irnos, pero era hora de continuar, así que sacamos las tri­kes del garaje y nos pusimos en marcha de nuevo.





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