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CAPÍTULO 11: BÉLGICA Y EL TÚNEL



Seguimos avanzando por una fría Holanda que sólo se hizo más cálida con el paso de las horas. Mientras, el viento persistía en su tónica habitual de ir en contra. Pedaleando, los campos pasaban a nues­tro lado transformándose de verdes a plateados y de ahí a una gran al­fombra de colores que se sucedían ante nuestros ojos como si de la secuencia de una película se tratara. Con este telón de fondo comprobamos lo bien que se lo pasaba Amelie. En su remolque llevaba de todo: su biberón de agua (a veces de cola­cao que tomaba a su gusto), un «pa­quetito» de ga­lle­tas, su muñeca favorita «Nena», y como a ella le gustan un montón, llevaba también flores y piedras que reco­gí­amos mientras hablába­mos de todo lo que íbamos viendo. En uno de aquellos caminos de la lla­nura holandesa perdimos a «Nena». Cuan­do nos quisimos dar cuenta pensamos que ya sería demasiado tarde. Estaba claro que la había sacado fuera del remolque ju­gan­do con ella y ésta habría ido a parar a alguna cuneta. Nos en­tristeció pensar que ya no la volveríamos a ver, pero para nuestro asombro, y cuando ya la dá­ba­mos por perdida, un coche paró a nuestro lado en­tre­­gán­donos a «Nena» en perfecto es­tado. Amelie se alegró un montón de verla, casi tanto como nosotros.
Conforme nos acercábamos a Bélgica los­ ver­des y plateados campos que veíamos dieron paso a verdes bos­ques. Nos hizo mucha ilusión este cambio, pues es­tábamos en la mitad de nuestro viaje, era el se­gun­do país que recorreríamos y no quedaba nada para llegar a Bru­selas. Susana estaba emo­cio­nada, me había prometido que algún día iríamos juntos y su sueño se estaba cumpliendo.
Nos costó llegar al primer camping en zona belga porque parecía que nadie sabía donde se encontraba, así que, siguiendo nuestros mo­destos ins­tintos y dando unas vueltas, lo encontramos. El libro que teníamos sobre los campings decía que disponía de ha­bi­ta­ciones y con la idea de dormir en una cama nos fuimos para allá. Cuando entramos vimos un cam­ping divi­dido en dos zonas diferenciadas. Por un lado se hallaba un pe­queño edi­fi­cio con cafe­tería, ha­bitaciones y diferentes salas para des­can­sar, y por el otro la zona de acampada. Entramos decididos en el edificio con la ilusión de con­seguir una habitación, pero una vez más esta­ban todas ocupadas y podemos decir que no vimos a tanta gente que ocuparan tantas habitaciones. Cogi­mos una par­ce­la y nos fuimos a montar la tien­da. El camping era raro: las faro­las es­taban ro­tas, los baños casi abandonados, las cara­va­nas mal cuida­das y en todo el camping sólo había un señor que parecía vivir allí. Al menos, nuestra par­cela no estaba de todo mal. Aprovecha­mos para la­var la ropa, aun­que el húmedo clima de esa zona no permitiría que se se­cara tan fácilmente. Al terminar con todo el protocolo de montaje de la tienda nos fuimos a cenar al pe­queño edificio. Amelie todavía to­ma­ba biberón. Para que cenara nos las teníamos­ que ingeniar con leche y colacao, pues en Holanda no habíamos encontrado los cereales para ha­cérselo. Por suerte, en Bélgica había marcas parecidas a las españolas y pudimos prepararle algo más adecuado. Des­pués de cenar nos fui­mos a dormir.
A la mañana siguiente tomamos un desayuno  que nos sentó como si de un manjar se tratara, eso o que teníamos mucha hambre, y casi apos­tamos por lo segundo. El desayuno estaba com­puesto por un  plato de quesos y embutido, un bote de medio kilo de Nutella, una cesta con diferentes tipos de pan, otro plato con mem­brillo y un termo con leche y café  ser­­vido todo en una gran mesa redonda. Fue la pri­mera diferencia que encontra­mos con Ho­landa. Ha­cía tiempo que no desayunábamos tan bien como ese día. Pena de una foto de nuestras caras. ¡Y lo con­tentos que nos pusimos al ver a Amelie probando de todo! Llegamos a un punto en que to­maba bo­cadillos de Nutella casi a todas las horas. Como en Ho­landa la Nutella estaba en todos lados (hasta para el desayuno), la pequeña Amelie, cada vez que tenía hambre, la pedía.
 ¡Quiero un billo de late! —decía ella—. Se estaba adap­tando perfectamente, y ahora, en Bélgica, no quería perder esa costumbre.
Partimos de nuevo en nuestras re­cli­nadas, ahora unidos por un pulpo para avanzar con mayor rapidez­­­ por un paisaje que fue cambiando ­pau­lati­na­mente; nos encontrábamos rodeados de ár­bo­les y frondosos bosques. Nos adentramos en uno que parecía un par­que natural; lo atravesamos ser­pen­te­an­do sus senderos, acompañados de plantas, flores sil­ves­tres y una vía de tren abandonada con pe­queños búnkers a su lado. Todo estaba muy cuidado y con accesos restringidos al paso. Esta parte nos encantó porque el bosque era una au­téntica sinestesia de olores y colores. Sin abandonarlo, nos aden­tra­mos en una zona resi­dencial con enor­mes man­sio­nes donde ár­boles y ca­sas formaban un con­junto, con colegios donde los niños iban a clase en bicicleta y con calles por las que nadie paseaba a pesar de hacer un día maravilloso, así que todo em­pezó a pare­cernos muy sutil.
A la hora de comer no encon­tramos ningún restaurante con el menú a menos de veinte euros, pero al final tuvimos que decidirnos por uno donde nos sentimos el centro de todas las miradas. No éramos la imagen a la que debían estar acostum­bra­das las gen­tes de aquel lugar; se res­piraba un aire de majes­tuosidad y de os­tentación comedida, propia de gente adinerada y con un saber estar que nos pa­reció res­petable has­ta el hecho de que a una señora no le pareciera bien que su pe­rro comiera un espagueti del suelo. No­so­tros llegá­bamos un poco sucios, su­da­dos, con el alma lle­na de experiencias y con mucha hambre. Pedimos un gran plato de espagueti carbo­nara que de­vo­ra­mos pací­fica­mente.
El local te­nía dos zonas de reser­va­dos donde todo estaba pensado para sentirse ais­lado. Había una  reservada a seño­ras muy maquilla­das to­man­do té y otra al aire libre ocupada por gente más joven. Eran, sin duda, las per­sonas que vivían en las man­siones que acabá­bamos de transitar. Nosotros, en la sobre­mesa, aprovechamos para escri­bir las primeras im­presiones del vi­a­je y al aca­bar volvimos al la ruta. Nada más empezarla descubrimos la primera señal del Camino de Santiago. Esto nos animó a continuar.
Antes de llegar a la siguiente población paramos en un Decath­lon donde pudimos comprar, al fin, el ansiado gas para co­ci­nar. A partir de ese momento ­podríamos hacernos la comida, aunque ya no lo celebramos como hubiéramos hecho si las circunstancias hubieran sido otras. Cuando viajas, y más en las condiciones en las que nosotros lo hacíamos, es muy importante saber que necesitas mucho más tiempo para preparar las cosas que en la rutina de una vida organizada realizas con mayor rapidez. Si para hacer la comida necesitábamos el gas, varias cosas habían pasado hasta que lo conseguimos. Primero, que no lo había­mos llevado de casa porque no está permitido  en el avión, y segundo, que había hecho una mala elección del hornillo, pues sólo funcionaba con los de la marca Pri­mus que vendían en Decathlon. Lo que estábamos consta­tando era que las cosas nunca salen como uno piensa y para eso hay que estar preparado y tomarlo con calma.
Sabíamos que para llegar al siguiente cam­ping tendría­mos que cruzar un río y el asunto no em­pezaba bien, pues había mu­chí­simo tráfico, ape­nas carril para bicicletas y pocas se­ñales. Esta fue la segunda diferencia importante que encontramos con respecto a Holanda: era más difícil seguir la ruta por la peor calidad del carril para bicicletas y por una señalización menos entendible. Paramos a pre­gun­ta­r cómo llegar al camping. Nos dijeron que había que cruzar el río por un túnel subterráneo, al que se bajaba en ascensor, con una entrada que estaba situ­ada a medio ca­mino de un largo paseo peatonal. Es­tábamos cerca y no nos llevaría mucho tiempo, pero Amelie nos estaba preocu­pando, esta­ba inquieta y lloraba a ratos lo que nos hacía po­nernos ner­vio­sos y sentirnos culpables de tenerla allí. En realidad aún desco­nocíamos el por qué de su inquietud.
Encontramos el río y el paseo que lo borde­a­ba. Éste debía tener varios kilómetros de largo y discurría a la par del ancho y caudaloso río. Avan­zamos despacio por el paseo, sorteando peatones y atentas miradas, mien­tras intentábamos encontrar una se­ñal que nos revelara la entrada del túnel. Pasamos por el recinto de una exposición para barcos y varias en­tradas de paso restringido siem­pre al lado del río, pero no pudimos ver nada se­me­jan­te a la entrada de un túnel subterráneo. Con ayuda del GPS comprobamos que a medio camino del paseo lo veríamos, pero cuando pasa­mos por ese punto no vimos nada que lo evidenciara. Empezábamos a­ desesperarnos porque queríamos lle­gar cuan­to antes para que Ame­lie des­cansara. Dimos unas vueltas, arriba y abajo en bus­ca de la entrada del túnel, pero nada. Pensamos que se trataría de un error del mapa y cuando pregun­tamos de nue­vo, cansados de buscar, nos indicaron que siguiésemos bajando. Esto nos extrañó bastante, aunque hici­mos caso a las indi­ca­ciones que nos asegu­raban que podríamos cru­zar con las trikes. Cuan­do estábamos llegando al final del paseo vimos un ascensor y nos convencimos de que lo habíamos encontrado, pero, para nuestra sorpresa, al empezar a prepararnos para descender al­guien nos advirtió de que con las trikes no podríamos pasar porque era demasiado estrecho para ellas. ¡Qué fastidio! Ese no era y el otro no sabíamos donde se encontraba. Sin embargo, esta vez nos aconsejaron que fuésemos al túnel que estaba en el medio del paseo por el que sí podríamos cruzar. Nos sentimos como unos principiantes. Aún no nos podíamos creer que ­hubiéramos perdi­do tanto tiempo buscando el dichoso túnel y éste, al parecer, estaba en mitad del paseo dónde nosotros no habíamos visto nada.
Amelie quería salir. Aprovechamos para dar­le la merienda pero se cayó, se levantó una postilla y sangró bastante. Susana se asustó y Amelie no pa­ra­ba de llorar. Cuando las cosas empiezan a torcerse lo hacen una vez tras otra. Luego de un rato Amelie se calmó, merendó tranquila, dimos media vuelta y pe­daleamos paseo arriba. Nos fuimos fijando bien y al otro lado de la carre­tera había un pequeño edificio de dos plantas, de base cuadrada y con un as­censor grande para bajar bicicletas y pea­tones. Cuando ve­níamos por el paseo no se nos ocu­rrió mirar a ese la­do de la carretera y tampoco nos lo imaginábamos, pero al fin lo habí­a­mos encontrado. No hacía falta desmon­tar nada. Su­bi­­mos al ascensor sentados en las trikes y des­cen­dimos la altura de trein­ta pi­sos pa­ra cruzar el río por debajo. La expe­riencia fue fan­tástica, aun­que algo claustrofóbica. El cam­ping esta­ba a unos pocos cientos de metros de la salida del tú­nel. Perdimos una tarde arriba y abajo por el pa­seo y el cam­ping estaba delante de nuestras nari­ces. Aun así, la experiencia nos serviría de ejemplo si alguna vez nos encontrábamos en una situación parecida.
En el camping nos atendió una joven recep­cionista portuguesa. Casi nos sentimos en casa al es­cucharla hablar. El cam­ping estaba bastante lle­no, así que escogimos la mejor parcela que encontramos y empezamos a desempaquetar nuestras per­te­nencias, hasta que des­cubrimos que faltaban las pique­tas de la tienda. Se lo comenté a Susana y recor­­dó haberlas  visto por última vez encima de un poste en el an­terior cam­ping. Sin perder tiempo corrí a pre­gun­tar a la ­re­cepcionis­ta si tenía algunas de sobra, pero ella ya no estaba en recepción. La chica que la subs­tituía me diri­gió a una caravana aparcada en medio del cam­ping. Lla­mé a la puerta y salió. Le pre­gunté si tenía y dudó.­ Girando la cabeza hacia el interior de la caravana preguntó y una voz de chico le res­pondió. Ella ba­jó la es­ca­lera para rebuscar en­tre un montón de hie­rros oxidados debajo de la cara­vana y sacó una bol­sita de plástico que me en­tre­gó diciéndome que me la quedara. Contento le di las gra­cias. ¡Teníamos piquetas! Oxi­dadas, pero per­fec­ta­mente válidas. No es­peré y continué con mi tra­bajo mientras Amelie y Susana se iban a duchar. Era para ellas el mejor momento del día y esa noche, cenar una sopa caliente, los tres en pijama y frescos de la ducha fue su mejor recompensa. Estábamos comprobando que se puede ser muy feliz con bastante poco.
A la maña­na siguiente Ame­lie no parecía en­con­trarse bien. Tenía síntomas de gripe y un poco de fiebre. De ahí su inquietud el día anterior. Debatimos si quedarnos para que se recu­perara. En previsión fui a una farmacia a com­prar un medi­camento simi­lar al Dalsy y un ja­rabe que le calmara los sín­to­mas de la repen­tina gripe, pero cuando regresé se encon­traba mucho mejor, así que decidimos conti­nuar poniendo especial atención en ella. Se tomó los jarabes y emprendimos de nuevo el camino. Era la primera vez que nos encon­trábamos en una situación en la que Amelie se encontraba mal y dudábamos que hacer. Para nosotros ella es lo más importante y si ha­bía que cambiar algo de nuestro viaje sería por ella. Al estar fuera de casa te puedes sentir más vulnerable porque piensas que no vas a poder resolver las situaciones de la misma manera que lo harías en tu entorno, pero después de pasar esta experiencia fuimos conscientes de que estés donde estés, estás expuesto a las mismas situaciones, sólo hay que estar preparados y tomar las decisiones correctas.



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