Seguimos avanzando por una fría Holanda que
sólo se hizo más cálida con el paso de las horas. Mientras, el viento persistía
en su tónica habitual de ir en contra. Pedaleando, los campos pasaban a nuestro
lado transformándose de verdes a plateados y de ahí a una gran alfombra de
colores que se sucedían ante nuestros ojos como si de la secuencia de una
película se tratara. Con este telón de fondo comprobamos lo bien que se lo
pasaba Amelie. En su remolque llevaba de todo: su biberón de agua (a veces de
colacao que tomaba a su gusto), un «paquetito» de galletas, su muñeca
favorita «Nena», y como a ella le gustan un montón, llevaba también flores y
piedras que recogíamos mientras hablábamos de todo lo que íbamos viendo. En
uno de aquellos caminos de la llanura holandesa perdimos a «Nena». Cuando nos
quisimos dar cuenta pensamos que ya sería demasiado tarde. Estaba claro que la
había sacado fuera del remolque jugando con ella y ésta habría ido a parar a
alguna cuneta. Nos entristeció pensar que ya no la volveríamos a ver, pero
para nuestro asombro, y cuando ya la dábamos por perdida, un coche paró a
nuestro lado entregándonos a «Nena» en perfecto estado. Amelie se alegró
un montón de verla, casi tanto como nosotros.
Conforme nos acercábamos a Bélgica los verdes
y plateados campos que veíamos dieron paso a verdes bosques. Nos hizo mucha
ilusión este cambio, pues estábamos en la mitad de nuestro viaje, era el segundo
país que recorreríamos y no quedaba nada para llegar a Bruselas. Susana estaba
emocionada, me había prometido que algún día iríamos juntos y su sueño se
estaba cumpliendo.
Nos costó llegar al primer camping en zona
belga porque parecía que nadie sabía donde se encontraba, así que, siguiendo
nuestros modestos instintos y dando unas vueltas, lo encontramos. El libro
que teníamos sobre los campings decía que disponía de habitaciones y con la
idea de dormir en una cama nos fuimos para allá. Cuando entramos vimos un camping
dividido en dos zonas diferenciadas. Por un lado se hallaba un pequeño edificio
con cafetería, habitaciones y diferentes salas para descansar, y por el
otro la zona de acampada. Entramos decididos en el edificio con la ilusión de
conseguir una habitación, pero una vez más estaban todas ocupadas y podemos
decir que no vimos a tanta gente que ocuparan tantas habitaciones. Cogimos una
parcela y nos fuimos a montar la tienda. El camping era raro: las farolas
estaban rotas, los baños casi abandonados, las caravanas mal cuidadas y en
todo el camping sólo había un señor que parecía vivir allí. Al menos, nuestra
parcela no estaba de todo mal. Aprovechamos para lavar la ropa, aunque el
húmedo clima de esa zona no permitiría que se secara tan fácilmente. Al
terminar con todo el protocolo de montaje de la tienda nos fuimos a cenar al pequeño
edificio. Amelie todavía tomaba biberón. Para que cenara nos las teníamos
que ingeniar con leche y colacao, pues en Holanda no habíamos encontrado los
cereales para hacérselo. Por suerte, en Bélgica había marcas parecidas a las
españolas y pudimos prepararle algo más adecuado. Después de cenar nos fuimos
a dormir.
A la mañana siguiente tomamos un
desayuno que nos sentó como si de un
manjar se tratara, eso o que teníamos mucha hambre, y casi apostamos por lo
segundo. El desayuno estaba compuesto por un
plato de quesos y embutido, un bote de medio kilo de Nutella, una cesta
con diferentes tipos de pan, otro plato con membrillo y un termo con leche y
café servido todo en una gran mesa
redonda. Fue la primera diferencia que encontramos con Holanda. Hacía
tiempo que no desayunábamos tan bien como ese día. Pena de una foto de nuestras
caras. ¡Y lo contentos que nos pusimos al ver a Amelie probando de todo!
Llegamos a un punto en que tomaba bocadillos de Nutella casi a todas las
horas. Como en Holanda la Nutella estaba en todos lados (hasta para el
desayuno), la pequeña Amelie, cada vez que tenía hambre, la pedía.
—¡Quiero
un billo de late! —decía ella—. Se estaba adaptando perfectamente, y ahora, en
Bélgica, no quería perder esa costumbre.
Partimos de nuevo en nuestras reclinadas,
ahora unidos por un pulpo para avanzar con mayor rapidez por un paisaje que
fue cambiando paulatinamente; nos encontrábamos rodeados de árboles y
frondosos bosques. Nos adentramos en uno que parecía un parque natural; lo
atravesamos serpenteando sus senderos, acompañados de plantas, flores silvestres
y una vía de tren abandonada con pequeños búnkers a su lado. Todo estaba muy
cuidado y con accesos restringidos al paso. Esta parte nos encantó porque el
bosque era una auténtica sinestesia de olores y colores. Sin abandonarlo, nos
adentramos en una zona residencial con enormes mansiones donde árboles y
casas formaban un conjunto, con colegios donde los niños iban a clase en
bicicleta y con calles por las que nadie paseaba a pesar de hacer un día
maravilloso, así que todo empezó a parecernos muy sutil.
A la hora de comer no encontramos ningún
restaurante con el menú a menos de veinte euros, pero al final tuvimos que
decidirnos por uno donde nos sentimos el centro de todas las miradas. No éramos
la imagen a la que debían estar acostumbradas las gentes de aquel lugar; se
respiraba un aire de majestuosidad y de ostentación comedida, propia de
gente adinerada y con un saber estar que nos pareció respetable hasta el
hecho de que a una señora no le pareciera bien que su perro comiera un
espagueti del suelo. Nosotros llegábamos un poco sucios, sudados, con el
alma llena de experiencias y con mucha hambre. Pedimos un gran plato de
espagueti carbonara que devoramos pacíficamente.
El local tenía dos zonas de reservados
donde todo estaba pensado para sentirse aislado. Había una reservada a señoras muy maquilladas tomando
té y otra al aire libre ocupada por gente más joven. Eran, sin duda, las personas
que vivían en las mansiones que acabábamos de transitar. Nosotros, en la
sobremesa, aprovechamos para escribir las primeras impresiones del viaje y
al acabar volvimos al la ruta. Nada más empezarla descubrimos la primera señal
del Camino de Santiago. Esto nos animó a continuar.
Antes de llegar a la siguiente población
paramos en un Decathlon donde pudimos comprar, al fin, el ansiado gas para cocinar.
A partir de ese momento podríamos hacernos la comida, aunque ya no lo celebramos
como hubiéramos hecho si las circunstancias hubieran sido otras. Cuando viajas,
y más en las condiciones en las que nosotros lo hacíamos, es muy importante
saber que necesitas mucho más tiempo para preparar las cosas que en la rutina
de una vida organizada realizas con mayor rapidez. Si para hacer la comida
necesitábamos el gas, varias cosas habían pasado hasta que lo conseguimos.
Primero, que no lo habíamos llevado de casa porque no está permitido en el avión, y segundo, que había hecho una
mala elección del hornillo, pues sólo funcionaba con los de la marca Primus
que vendían en Decathlon. Lo que estábamos constatando era que las cosas nunca
salen como uno piensa y para eso hay que estar preparado y tomarlo con calma.
Sabíamos que para llegar al siguiente camping
tendríamos que cruzar un río y el asunto no empezaba bien, pues había muchísimo
tráfico, apenas carril para bicicletas y pocas señales. Esta fue la segunda
diferencia importante que encontramos con respecto a Holanda: era más difícil
seguir la ruta por la peor calidad del carril para bicicletas y por una
señalización menos entendible. Paramos a preguntar cómo llegar al camping.
Nos dijeron que había que cruzar el río por un túnel subterráneo, al que se
bajaba en ascensor, con una entrada que estaba situada a medio camino de un
largo paseo peatonal. Estábamos cerca y no nos llevaría mucho tiempo, pero
Amelie nos estaba preocupando, estaba inquieta y lloraba a ratos lo que nos
hacía ponernos nerviosos y sentirnos culpables de tenerla allí. En realidad
aún desconocíamos el por qué de su inquietud.
Encontramos el río y el paseo que lo bordeaba.
Éste debía tener varios kilómetros de largo y discurría a la par del ancho y
caudaloso río. Avanzamos despacio por el paseo, sorteando peatones y atentas
miradas, mientras intentábamos encontrar una señal que nos revelara la
entrada del túnel. Pasamos por el recinto de una exposición para barcos y
varias entradas de paso restringido siempre al lado del río, pero no pudimos
ver nada semejante a la entrada de un túnel subterráneo. Con ayuda del GPS
comprobamos que a medio camino del paseo lo veríamos, pero cuando pasamos por
ese punto no vimos nada que lo evidenciara. Empezábamos a desesperarnos porque
queríamos llegar cuanto antes para que Amelie descansara. Dimos unas
vueltas, arriba y abajo en busca de la entrada del túnel, pero nada. Pensamos
que se trataría de un error del mapa y cuando preguntamos de nuevo, cansados
de buscar, nos indicaron que siguiésemos bajando. Esto nos extrañó bastante,
aunque hicimos caso a las indicaciones que nos aseguraban que podríamos cruzar
con las trikes. Cuando estábamos llegando al final del paseo vimos un ascensor
y nos convencimos de que lo habíamos encontrado, pero, para nuestra sorpresa,
al empezar a prepararnos para descender alguien nos advirtió de que con las
trikes no podríamos pasar porque era demasiado estrecho para ellas. ¡Qué
fastidio! Ese no era y el otro no sabíamos donde se encontraba. Sin embargo,
esta vez nos aconsejaron que fuésemos al túnel que estaba en el medio del paseo
por el que sí podríamos cruzar. Nos sentimos como unos principiantes. Aún no
nos podíamos creer que hubiéramos perdido tanto tiempo buscando el dichoso
túnel y éste, al parecer, estaba en mitad del paseo dónde nosotros no habíamos
visto nada.
Amelie quería salir. Aprovechamos para darle
la merienda pero se cayó, se levantó una postilla y sangró bastante. Susana se
asustó y Amelie no paraba de llorar. Cuando las cosas empiezan a torcerse lo
hacen una vez tras otra. Luego de un rato Amelie se calmó, merendó tranquila,
dimos media vuelta y pedaleamos paseo arriba. Nos fuimos fijando bien y al
otro lado de la carretera había un pequeño edificio de dos plantas, de base
cuadrada y con un ascensor grande para bajar bicicletas y peatones. Cuando veníamos
por el paseo no se nos ocurrió mirar a ese lado de la carretera y tampoco nos
lo imaginábamos, pero al fin lo habíamos encontrado. No hacía falta desmontar
nada. Subimos al ascensor sentados en las trikes y descendimos la altura
de treinta pisos para cruzar el río por debajo. La experiencia fue fantástica,
aunque algo claustrofóbica. El camping estaba a unos pocos cientos de metros
de la salida del túnel. Perdimos una tarde arriba y abajo por el paseo y el
camping estaba delante de nuestras narices. Aun así, la experiencia nos
serviría de ejemplo si alguna vez nos encontrábamos en una situación parecida.
En el camping nos atendió una joven recepcionista
portuguesa. Casi nos sentimos en casa al escucharla hablar. El camping estaba
bastante lleno, así que escogimos la mejor parcela que encontramos y empezamos
a desempaquetar nuestras pertenencias, hasta que descubrimos que faltaban
las piquetas de la tienda. Se lo comenté a Susana y recordó haberlas visto por última vez encima de un poste en el
anterior camping. Sin perder tiempo corrí a preguntar a la recepcionista
si tenía algunas de sobra, pero ella ya no estaba en recepción. La chica que la
substituía me dirigió a una caravana aparcada en medio del camping. Llamé a
la puerta y salió. Le pregunté si tenía y dudó. Girando la cabeza hacia el
interior de la caravana preguntó y una voz de chico le respondió. Ella bajó
la escalera para rebuscar entre un montón de hierros oxidados debajo de la
caravana y sacó una bolsita de plástico que me entregó diciéndome que me la
quedara. Contento le di las gracias. ¡Teníamos piquetas! Oxidadas, pero perfectamente
válidas. No esperé y continué con mi trabajo mientras Amelie y Susana se iban
a duchar. Era para ellas el mejor momento del día y esa noche, cenar una sopa
caliente, los tres en pijama y frescos de la ducha fue su mejor recompensa.
Estábamos comprobando que se puede ser muy feliz con bastante poco.
A la mañana siguiente Amelie no parecía
encontrarse bien. Tenía síntomas de gripe y un poco de fiebre. De ahí su
inquietud el día anterior. Debatimos si quedarnos para que se recuperara. En
previsión fui a una farmacia a comprar un medicamento similar al Dalsy y un
jarabe que le calmara los síntomas de la repentina gripe, pero cuando
regresé se encontraba mucho mejor, así que decidimos continuar poniendo
especial atención en ella. Se tomó los jarabes y emprendimos de nuevo el
camino. Era la primera vez que nos encontrábamos en una situación en la que
Amelie se encontraba mal y dudábamos que hacer. Para nosotros ella es lo más
importante y si había que cambiar algo de nuestro viaje sería por ella. Al
estar fuera de casa te puedes sentir más vulnerable porque piensas que no vas a
poder resolver las situaciones de la misma manera que lo harías en tu entorno,
pero después de pasar esta experiencia fuimos conscientes de que estés donde
estés, estás expuesto a las mismas situaciones, sólo hay que estar preparados y
tomar las decisiones correctas.
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