Cuando llegamos a Dordrech, quedamos
hipnotizados por su belleza. Parecía que nos habíamos trasladado a una pequeña
ciudad de la Edad Media. Los edificios de piedra eran hermosos, tanto como sus
monumentos, iglesias y calzadas empedradas.
Eran las seis de la tarde cuando
desembarcamos, así que teníamos tiempo para reservar un hotel barato y pasear
relajados. Preguntamos a una mujer un lugar económico para dormir y nos indicó
varios «Bed and Breakfast». Fuimos en busca de uno mientras pensábamos en la
ducha que nos íbamos a dar. Con el mapa en mano comenzamos a buscar. El
primero resultó estar completo, así que nos dirigimos a un segundo «Bed and
Breakfast» con la esperanza de terminar pronto, pero éste también estaba
ocupado, y luego, en el tercero nos pasó lo mismo, y así empezó a pasar en
todos en los que entrábamos a preguntar. De las risas pasamos al enfado
porque era extraño que todos estuvieran ocupados. Además se nos estaba
haciendo de noche. Las farolas empezaron a encenderse mostrando una tenue luz
amarillenta que fue reforzando el color ocre de las paredes y calles de Dordretch
mientras nosotros, con prisa, empezamos a contar los hoteles que nos faltaban
por visitar. Fuimos a todos ellos y en todos nos decían lo mismo cerrándonos
las puertas.
Se nos hizo de noche y empezó a caer una tibia
lluvia que cambió el ocre de las empedradas calles a un marrón oscuro. Eran
ya más de las nueve cuando llevábamos casi tres horas dando vueltas y así
Amelie empezó a llorar cansada de esperar. Nosotros empezamos a enfadarnos
hasta el punto de que Susana se vio casi derrotada pensando que no tendríamos
donde dormir. No había que desesperarse, pero la situación empeoraba según
avanzaba la noche. No paramos de pedalear de un lado para otro preguntando
donde dormir.
La gente fue desapareciendo de las calles y
la muy poca que quedaba iba con prisas. Nos encontramos un chico al que le
preguntamos donde había más hoteles y después de descartar todos a los que ya
habíamos ido a preguntar, nos aconsejó uno que se encontraba a las afueras de
la ciudad. Nos dijo que era un poco caro pero que probáramos allí pues era bastante
grande y tendríamos más posibilidades de encontrar habitaciones. Como no nos
quedaban más opciones, nos dirigimos al único que quedaba. Pensaba en todo
momento en cuanto nos iba a costar. Si era muy caro nuestras posibilidades
se reducirían drásticamente.
Amelie empezaba a agobiarse, tenía hambre y
quería salir del remolque, pero teníamos que avanzar lo más rápido posible.
Tardamos unos quince minutos en llegar y cuando entramos en sus jardines nos
dimos cuenta de que barato no sería. El hotel era una gran torre acristalada
que brillaba en la oscuridad como un gran faro. Los huéspedes iban trajeados
y nadie nos dirigió una mirada porque todo el mundo iba a sus cosas. Estábamos
sucios y mojados, y Amelie se había quedado dormida en el remolque.
Estuvimos un rato dudando si entrar a preguntar el precio de una habitación
convencidos que no sería asequible. Entré mientras Susana se quedaba fuera.
Crucé una puerta y me acerqué al mostrador de recepción. La chica hablaba
español, así que no tuve problema. Pregunté si tenían una habitación barata
para tres. Mientras revisaba la información en el ordenador una puerta doble se
abría y cerraba constantemente detrás de ella, dejando pasar el tintineante
sonido de cucharas y platos al compás de las voces de sus comensales. Me quedé
de piedra cuando me dijo el precio. ¡La habitación costaba 140 euros! Era
demasiado cara. Salí convencido de que esa cantidad no nos la podíamos permitir.
Se lo comenté a Susana y empecé a plantear la idea de acampar por la zona, pero
a ella le parecía una idea descabellada, por el hecho de que estaba lloviendo
y por tener que montar la tienda de noche, con la hierba mojada, la niña
dormida y con mucha hambre. Y tenía razón. Era realmente lo más sensato en
aquella situación. Resignado caminé de nuevo hacia dentro del recinto del
hotel para pagar. Tendríamos problemas económicos.
Pensamos que al menos habría bañera con hidromasaje,
pero la realidad es que eso no era así. La habitación era normal, la cama era
grande y en el baño solamente había una ducha. Un poco decepcionados nos
metimos los tres juntos.
Amelie estaba mejor, la habitación le
había alegrado especialmente. Preparamos una pequeña cena que nos sentó genial
y después, como la planta baja de la habitación daba a un patio exterior, abrimos
las puertas y metimos dentro las trikes y el remolque procurando no manchar la
moqueta.
Susana y Amelie estaban cansadas. Ducharse
y meterse en cama las reconfortó enormemente, sin embargo, yo no paraba de
dar vueltas a nuestra nueva situación. Dormir en aquel hotel fue un revés para
nuestra maltrecha economía. Habíamos perdido todos nuestros ahorros en un
desafortunado incidente que no acabamos de comprender y sin estar seguros
de nada las circunstancias nos hacían gastar, en un solo día, diez veces más
de lo que hubiésemos gastado normalmente. Empezaba a estar claro que así esta
aventura no podría continuar. Hasta aquí habíamos llegado.
Ellas dormían ya mientras yo lo hacía superficialmente,
entre el sueño y la vigilia. Estábamos en el mejor hotel de Dordretch,
tranquilos por una noche y conscientes de que la realidad se presentaría por la
mañana recordándonos que apenas nos quedaba dinero. Estaba intranquilo y no fui
capaz de dormir. Concilié el sueño a ratos, hasta que a las seis de la mañana
me desperté sobresaltado con mi mente alerta y persiguiendo una idea
recurrente. Era algo que había estado soñado y que trataba de eclosionar como
un huevo. Me daba cuenta de que era importante, como una revelación, pero no
conseguía recordar de qué se trataba. Enlacé algunos detalles y por mi cabeza
pasó como un destello la Asociación Dusambá. En verano habíamos trabajado en
una ludoteca para un ayuntamiento y aunque estábamos pendientes de pago no
esperábamos que nos ingresaran hasta pasados unos meses. Aun así, mi intuición
me decía que había algo que tenía que hacer. Recordé de repente y enlazándolo
todo que había cambiado la contraseña para acceder a la cuenta por internet y
que además había guardado en el móvil el largo número que te dan para la
identificación de usuario. Era eso lo que mi mente estaba tratando de recordar,
la clave y ese código. Eso me permitiría comprobar si por casualidad ingresaran
el dinero. Sería un milagro si así fuese pero tenía que intentarlo. Estaba
nervioso. Me conecté con el Wi-Fi del hotel, pero las páginas tardaban en
cargar. Los nervios me corroían por dentro. Introduje los datos y esperé. Ante
mi apareció una cifra. Experimenté una sensación que iba entre el alivio y
una profunda alegría inexplicable. ¡Habíamos cobrado! No me lo esperaba, pero
así era.
Estaba medio dormido en un hotel, al que
por poco no vamos, en el que tenemos que gastar casi todo nuestro dinero y en
el que en un estado de somnolencia recuerdo la clave que milagrosamente había
cambiado antes de partir para descubrir que el ingreso había sido realizado
pocos días antes para salvarnos de nuestro infortunio, aunque sólo fuera en
parte.
Mi inmediata reacción fue enviar un
mensaje a una amiga de la asociación explicándole lo sucedido en nuestro viaje
para que, en cuanto pudiese, nos enviara nuestra parte del dinero. Supongo
que se quedaría sorprendida de lo que le estaba contando, pero no pude evitar
enviar ese mensaje que sería nuestra salvación.
No me quiero imaginar que hubiera pasado
si no hubieran ingresado ese dinero, que se hubieran retrasado como suelen
hacerlo en estos casos. La fortuna se había puesto de nuestro lado.
Esperé a que se despertaran mis niñas y le
conté lo que me había pasado esa noche. Nuestros problemas se habían solucionado,
al menos, en parte. Estábamos eufóricos.
Por la mañana desayunamos con calma en la
habitación. Amelie había dormido genial, la cama le recargó las pilas a tope.
Volvimos a empaquetar todo encima de nuestras trikes y nos abrigamos ante la
fresca mañana que se presentaba.
Nos fuimos de Dordrech enfadados por lo que
nos había pasado y por no poder disfrutar de la ciudad tal y como habíamos
planeado, pero estábamos contentos de poder continuar nuestra aventura. Nos
prometimos volver algún día.
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