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CAPÍTULO 10: EL SUEÑO DE LA TORRE DE CRISTAL



Cuando llegamos a Dordrech, quedamos hipnotizados por su belleza. Parecía que nos habíamos trasladado a una pequeña ciudad de la Edad Media. Los edi­ficios de piedra eran hermosos, tanto como sus monumentos, iglesias y calzadas em­pedradas.
Eran las seis de la tarde cuando desembarcamos, así que teníamos tiempo para reservar un hotel barato y pasear relajados. Pregun­tamos a una mujer un lugar económico para dormir y nos indicó va­rios «Bed and Breakfast». Fui­mos en busca de uno mientras pensábamos en la ducha que nos íba­mos a dar. Con el mapa en mano comenzamos a buscar. El primero resultó estar com­ple­to, así que nos dirigimos a un segundo «Bed and Breakfast» con la esperanza de terminar pronto, pero éste también es­taba ocupado, y luego, en el tercero nos pasó lo mismo, y así empezó a pasar en todos en los que en­trá­bamos a pre­guntar. De las risas pa­samos al enfa­do porque era extraño que todos estuvieran ocupa­dos. Además se nos esta­ba haciendo de noche. Las farolas empezaron a encenderse mostrando una tenue luz ama­ri­llenta que fue reforzando el color ocre de las pare­des y calles de Dordretch mientras nosotros, con prisa, empe­za­mos a contar los hoteles que nos fal­taban por visitar. Fuimos a todos ellos y en todos nos decían lo mismo cerrán­donos las puertas.
Se nos hizo de noche y empezó a caer una ti­bia lluvia que cam­bió el ocre de las empedradas ca­lles a un marrón oscuro. Eran ya más de las nue­ve cuando llevábamos casi tres horas dando vueltas y así Amelie empezó a llorar cansada de esperar. No­so­tros empe­zamos a enfadarnos hasta el punto de que Susa­na se vio casi derrotada pensando que no ten­dría­mos donde dormir. No ha­bía que de­sespe­rar­se, pero la situación empeoraba según avanzaba la noche. No para­mos de pe­da­lear de un lado para otro preguntando donde dormir.
La gente fue desapareciendo de las calles y la muy poca que quedaba iba con prisas. Nos en­con­tra­mos un chico al que le pregunta­mos donde había más hoteles y después de descartar todos a los que ya habíamos ido a preguntar, nos acon­sejó uno que se encontraba a las afueras de la ciudad. Nos dijo que era un poco caro pero que pro­báramos allí pues era bas­tante grande y tendríamos más posibilidades de en­contrar habita­ciones. Como no nos quedaban más opciones, nos dirigimos al úni­co que quedaba. Pen­saba en todo momento en cuanto nos iba a costar. Si era muy caro nuestras posi­bi­li­da­des se reducirían drástica­mente.
Amelie empezaba a agobiarse, tenía hambre y quería salir del remolque, pero teníamos que avan­zar lo más rápido posible. Tardamos unos quince mi­nutos en llegar y cuando entramos en sus jar­dines nos dimos cuenta de que barato no se­ría. El hotel era una gran torre acristalada que bri­llaba en la os­cu­ri­dad como un gran faro. Los hués­pe­des iban tra­je­ados y nadie nos dirigió una mirada porque todo el mun­do iba a sus cosas. Estábamos su­cios y mojados, y Ame­lie se había quedado dormida en el re­molque. Estuvimos un rato dudando si entrar a pre­gun­tar el precio de una habitación convencidos que no sería asequible. Entré mien­tras Susana se quedaba fuera. Crucé una puerta y me acerqué al mostrador de recepción. La chica hablaba español, así que no tuve problema. Pregunté si tenían una ha­bitación barata para tres. Mientras revisaba la información en el ordenador una puerta doble se abría y cerraba constantemente detrás de ella, dejando pasar el tinti­ne­ante sonido de cucharas y platos al com­pás de las voces de sus comensales. Me quedé de pie­dra cuando me dijo el precio. ¡La habitación cos­taba 140 euros! Era demasiado cara. Salí conven­cido de que esa can­tidad no nos la podíamos per­mitir. Se lo comenté a Susana y empecé a plantear la idea de acampar por la zona, pero a ella le parecía una idea desca­bellada, por el hecho de que estaba lloviendo y por tener que montar la tienda de noche, con la hier­ba mojada, la niña dormida y con mucha ham­bre. Y tenía razón. Era realmente lo más sensato en aquella situación. Resignado caminé de nuevo ha­cia dentro del recinto del hotel para pagar. Ten­drí­amos proble­mas econó­mi­cos.
Pensamos que al menos habría bañera con hi­dro­masaje, pero la rea­lidad es que eso no era así. La habitación era normal, la cama era grande y en el baño sola­mente había una ducha. Un poco de­cep­cionados nos metimos los tres juntos.
Amelie estaba mejor, la ha­bitación le había alegrado especial­mente. Preparamos una pequeña cena que nos sentó genial y después, como la planta baja de la habitación daba a un patio exterior, abri­mos las puertas y metimos dentro las trikes y el remolque procu­rando no manchar la moqueta.
Susana y Amelie estaban cansadas. Ducharse y meterse en cama las reconfortó enor­me­mente, sin embargo, yo no paraba de dar vuel­tas a nuestra nu­e­va situación. Dormir en aquel hotel fue un revés pa­ra nuestra maltrecha economía. Había­mos per­dido todos nuestros ahorros en un desafor­tunado in­ci­dente que no acabamos de com­prender y sin estar seguros de nada las cir­cuns­tancias nos ha­cían gastar, en un solo día, diez veces más de lo que hubiésemos gastado normalmente. Empezaba a es­tar claro que así ­esta aventura no podría continuar. Hasta aquí ha­bí­amos llegado.
Ellas dormían ya mientras yo lo hacía su­per­ficial­mente, entre el sueño y la vigilia. Estábamos en el mejor hotel de Dordretch, tranquilos por una noche y conscientes de que la realidad se presentaría por la mañana recordándonos que apenas nos quedaba dinero. Estaba intranquilo y no fui capaz de dormir. Concilié el sueño a ratos, hasta que a las seis de la mañana me desperté sobresaltado con mi men­te alerta y persiguiendo una idea recurrente. Era algo que había estado so­ñado y que trataba de eclo­sionar como un huevo. Me daba cuenta de que era impor­tante, como una revelación, pero no conseguía recordar de qué se trataba. Enlacé algunos detalles y por mi cabeza pasó como un destello la Asociación Dusambá. En verano habíamos trabajado en una lu­do­teca para un ayuntamiento y aunque estábamos pendientes de pago no esperá­ba­mos que nos ingre­saran hasta pasados unos meses. Aun así, mi intui­ción me decía que había algo que tenía que hacer. Recordé de repente y enlazándolo todo que había cambiado la contraseña para acceder a la cuenta por internet y que además había guar­da­do en el móvil el largo número que te dan para la identificación de usuario. Era eso lo que mi mente estaba tratando de recordar, la clave y ese código. Eso me permitiría comprobar si por casua­li­dad in­gresaran el dinero. Sería un mila­gro si así fuese pero tenía que intentarlo. Estaba nervioso. Me conecté con el Wi-Fi del hotel, pero las páginas tardaban en cargar. Los nervios me co­rroían por dentro. Introduje los datos y esperé. Ante mi apareció una cifra. Experi­menté una sensa­ción que iba entre el alivio y una profunda alegría inex­pli­cable. ¡Habíamos cobrado! No me lo esperaba, pero así era.
Estaba medio dormido en un hotel, al que por poco no vamos, en el que tenemos que gastar casi to­do nuestro dinero y en el que en un estado de som­nolencia recuerdo la clave que milagrosamente ha­bía cambiado antes de partir para descubrir que el in­gre­­so había sido realizado pocos días antes para sal­varnos de nuestro infortunio, aunque sólo fuera en parte.
Mi inmediata re­acción fue enviar un mensaje a una amiga de la asociación ex­plicándole lo sucedi­do en nuestro vi­aje para que, en cuanto pudiese, nos en­vi­ara nuestra parte del dinero. Supongo que se que­daría sorprendida de lo que le estaba con­tando, pero no pude evitar enviar ese men­sa­je que sería nuestra salvación.
No me quiero ima­ginar que hubiera pasado si no hubieran in­gresado ese dinero, que se hu­bieran retrasado como suelen hacerlo en estos casos. La for­tuna se había puesto de nuestro lado.
Esperé a que se des­pertaran mis niñas y le conté lo que me había pasado esa noche. Nues­tros problemas se ha­bían solucio­nado, al menos, en par­te. Estábamos eufó­ri­cos.
Por la mañana desayunamos con calma en la habitación. Amelie había dormido genial, la cama le recargó las pilas a tope. Volvimos a empaquetar todo encima de nuestras trikes y nos abrigamos ante la fresca mañana que se presentaba.
Nos fuimos de Dordrech enfadados por lo que nos había pasado y por no poder disfrutar de la ciu­dad tal y como habíamos planeado, pero estábamos contentos de poder continuar nuestra aventura. Nos prometimos volver algún día.


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