Después de nuestra primera noche en París
teníamos que irnos a un camping, pues nuestra maltrecha economía ya no nos
permitía quedarnos un día más en el hotel. Esa mañana paseamos por las calles
de Charenton-le-Pont, desayunamos unos sabrosos cruasanes y a la hora de
comer nos reunimos de nuevo con mi hermano en el Kebab de la noche anterior.
Estar con mi hermano en París era una sensación única.
A la tarde nos esperaba un largo viaje. El
camping que había en los centro de París tenía unas pésimas críticas en
internet y la única posibilidad era ir a uno alejado del centro, a unos pocos
kilómetros, en la zona de Versalles.
Pero teníamos un problema, sin trikes,
¿cómo íbamos a llevar las mochilas, la tienda, los sacos y a nuestra pequeña?
La solución la encontramos en un establecimiento en forma de silla de paseo
infantil que parecía lo suficientemente resistente como para cargar con Amelie
y todo el material. Costaba treinta y cinco euros y sin dudarlo la compramos
para poder desplazarnos, aunque en realidad la pagó Nolo, y con ello puso la
guinda que contribuyó a que nuestro viaje llegase a buen término. Sin esa
valiosa herramienta hubiera sido complicado cruzar los Campos Elíseos con una
niña y todos nuestros bártulos.
Nolo se marchaba ese día a Italia con su autobús
y nosotros teníamos que ir hasta el camping, así que nos despedimos y cada uno
continuó su camino.
Con las mochilas a la espalda, las bolsas
llenas comida, los sacos de dormir y Amelie sentada en la silla avanzamos por
las calles de París. Fuimos al metro para poder coger el tren que nos llevaba
hasta Versalles. El metro era un hormiguero con túneles en diferentes
niveles. La mayoría eran hormigas obrero, pero no había ni rastro de la reina
en aquel lugar, había cientos o miles de personas allí abajo que iban y venían
sin detenerse, corriendo a toda prisa, en todas direcciones. Era una especie de
submundo, una vida alternativa digna de estudio. Contaba hasta con el loco de
la profecía del fin del mundo. Me pareció un sueño pero era real: entró por la
puerta de un vagón contiguo al nuestro y tras deslizarse entre la multitud
vociferando pláticas sobre el infame destino de la humanidad salió por
nuestro lado como un diablillo confiado del éxito de su anunciación.
Increíble.
De algún modo pagamos un viaje de más al
sacar los tickets, pero al menos no nos habíamos perdido. Subimos al tren y
mientras nos alejábamos poco a poco montados en él obtuvimos una imagen del
skyline de la ciudad para el recuerdo: la Torre Eiffel levantándose orgullosa
por encima de los demás edificios. Nos sentimos un poco tristes al pensar que
no volveríamos allí hasta después de unos cuantos años. Nos daba pena no haber
podido visitar el Museo del Louvre, el Palacio de Lafayette o simplemente
vivir allí aunque fuera una temporada en la que recorrer las calles como Henry
Miller en los años 30 y sentir la esencia de la vida misma. O como Amelie...
En el tren iba una pareja con mochilas y sacos
de dormir, por lo que al bajarnos les preguntamos si iban al camping. Era una
joven pareja alemana que viajaba desde Noruega, a pie y en medios de
transporte diversos. Por suerte se dirigían al mismo camping que nosotros y nos
fueron de gran ayuda, pues llevaba
varios días luchando con el teléfono móvil y éste dejó de funcionar cuando más
lo necesitábamos. Nos quedamos sin GPS. Fue una hermosa coincidencia, de no
ser por ellos estábamos perdidos. Tras una buena caminata de algo más de media
hora y guiados por ellos llegamos al destino. Ya estaba oscureciendo.
Al entrar vimos un majestuoso camping, casi
de lujo, en el que sólo había gente de vacaciones descansando en unos bungalows
que semejaban chalets. No vimos a más viajeros como nosotros si exceptuamos a
nuestros compañeros de caminata. Esperamos en recepción para hacer check in
mientras algunas personas se anotaban en una lista para tener pan al día
siguiente. Una vez hechos los papeleos fuimos a buscar una parcela en la que
descansar esa noche.
De entrada el camping era de calidad y las
autocaravanas que lo frecuentaban de alta gama, pero la zona de acampada era
pésima: no había hierba y el suelo estaba lleno de raíces, erizos de castañas,
piedras y tierra dura. Nos enfadamos mucho al pagar veinticinco euros la
noche por una zona de acampada en tan malas condiciones. Acampamos, pues
estábamos cansados del estresante día de metro y tren y ya era casi de noche.
Nos dimos una ducha y preparamos la cena. Nuestra pequeña estaba encantada
recogiendo palos y piedras por todos lados mientras nosotros aprovechábamos
para lavar la ropa. Nos acostamos y dormimos como pudimos en aquel irregular
terreno.
A la mañana siguiente fuimos a desayunar a
la cafetería del camping, pero, sorprendentemente, había unas normas un tanto
peculiares que no nos explicaron al llegar. La lista donde se anotaba la gente
la noche pasada, no sólo era para pedir pan, sino para pedir también el
desayuno. Por lo tanto, como nosotros no nos habíamos anotado, no teníamos
desayuno. Tomamos un triste café con leche sin nada que mojar. Al terminar
nos fuimos al centro de Versalles en busca de una panadería y completamos el
desayuno con unos deliciosos cruasanes. Había un mercado al aire libre en el
que hicimos una compra para el tiempo que pasaríamos en el camping y paseamos
por el tranquilo pueblo. Pensamos que podíamos ir hasta el palacio de Versalles
que se encontraba a media hora andando, pero ya no teníamos tiempo ni mucho dinero.
Al día siguiente regresaríamos a París para
coger un autobús que nos llevase al aeropuerto de Beauvais a unos ochenta
kilómetros de la ciudad, así que llegado el momento volvimos a colocar todo
sobre la silla parisina e hicimos de nuevo el recorrido de vuelta. La silla iba
cargada hasta los topes.
Cuando llegamos al centro de la urbe, descendimos
de nuevo a las entrañas de la tierra. Parece que no es posible ir a París sin
adentrarse en sus profundidades. Esta vez nos perdimos y anduvimos de un lado
para otro hasta que no nos quedó más remedio que parar y salir a la superficie
a respirar. Aún recuerdo las caras de la gente del metro. Había tantas
historias allí abajo.
Eran casi las tres de la tarde y estábamos
sin comer. Paramos en un puesto de perritos calientes y continuamos, esta vez a
pie, recorriendo la larguísima calle de los Campos Elíseos hasta el Arco del
Triunfo mandado construir por Napoleón en el 1806. Toda la acera estaba repleta
de gente. Delante, los restaurantes colocaban innumerables mesas y sillas que
los comensales ocupaban para degustar marisco y otros condumios y a cada paso
la calle nos invadía con mil olores. Nosotros no parábamos de ver la misma
escena a lo largo de los más de dos kilómetros que tuvimos que recorrer hasta
el Arco del Triunfo. Eso y las colas para entrar en las tiendas más caras donde
algunos ya sólo se sacaban una foto sin pisar el caro suelo.
Por fin alcanzamos la parada de autobús
desde la que partiríamos para Beauvais Tille Airport, no sin antes compramos el
típico souvenir parisino de llaveros de la Torre Eiffel para repartir a la
familia y amigos.
El autobús iba lleno de españoles y fue bastante
grato ir hablando con ellos de nuestro viaje y de sus experiencias. El
trayecto duró una hora. Al llegar al aeropuerto todos tenían prisas, pero nosotros
no teníamos que coger el avión hasta la mañana siguiente, así que, como
habíamos reservado una pequeña pensión en una población cercana, comenzamos
a caminar con tranquilidad hasta la misma. Esa noche tuvimos que deshacernos de
cosas para no pasarnos del peso permitido por Ryanair. Estábamos nerviosos y
tristes por dejar todo atrás pero a la vez con la ilusión de volver a casa y
contarlo todo. Nuestras trikes viajaban con Nolo a Italia y nosotros lo hacíamos
de regreso a casa.
Por la mañana recogimos todo y buscamos un
autobús que nos llevara al aeropuerto para evitarnos una hora de caminata. El
aeropuerto de Beauvais era pequeño, pues apenas contaba con una pista y su zona
de embarque era como una pequeña estación de autobuses. Llegó la hora de
subirse de nuevo a un avión. Caminamos por la pista hasta la escalinata del mismo.
Subimos y pronto empezaron unas monsergas publicitarias para vendernos de
todo. El vuelo, en sí, fue agradable y Amelie durmió todo el camino.
Llegamos a Oporto. Sentíamos que estábamos
cerca de casa pero aún teníamos que comprobar que el coche seguía donde lo
habíamos dejado. Al ver que estaba perfectamente buscamos un sitio para comer.
Había uno justo enfrente, pero para nuestra sorpresa solamente nos quedaban
seis euros. Decidimos entrar igualmente en el local y pedir la comida para
Amelie. El lugar era una casa de comidas típica, para gente de paso, con el
menú del día. Susana fue a junto el camarero, un señor mayor que era el dueño
del local y le pidió si podía preparar algo ajustándose al presupuesto del que
disponíamos. Él dijo que nos sentásemos. Nos sorprendieron cuando nos
trajeron a la mesa un par de bandejas con comida y tres platos. Intenté explicarles
que no podíamos pagar todo aquello pero el amable señor y su mujer dispusieron
todo sin más discusión. Hay mucha gente buena por el mundo. Comimos y agradecidos
dejamos lo poco que nos quedaba.
Después subimos al coche y rebusqué en el
suelo; entre los asientos apareció una pieza ya olvidada. Encendí el motor y
emprendimos el camino de regreso a casa, sin dinero, con una sonrisa en la cara
y una idea en la cabeza.
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