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CAPÍTULO 16: EL REGRESO.


Después de nuestra primera noche en Pa­rís teníamos que irnos a un camping, pues nuestra maltrecha economía ya no nos permitía quedarnos un día más en el hotel. Esa mañana pase­amos por las calles de Charenton-le-Pont, desayu­na­mos unos sabrosos cruasanes y a la hora de comer nos reunimos de nuevo con mi hermano en el Kebab de la noche anterior. Estar con mi hermano en París era una sensación única.
A la tarde nos esperaba un largo viaje. El camping que había en los centro de París tenía unas pésimas críticas en internet y la única posibilidad era ir a uno alejado del centro, a unos pocos kiló­metros, en la zona de Versalles.
Pero teníamos un problema, sin trikes, ¿cómo íbamos a llevar las mochilas, la tienda, los sacos y a nuestra pequeña? La solución la encontramos en un establecimiento en forma de silla de paseo infantil que parecía lo suficientemente resistente como para cargar con Amelie y todo el material. Costaba treinta y cinco eu­ros y sin dudarlo la compramos para poder des­pla­zarnos, aunque en realidad la pagó Nolo, y con ello puso la guinda que contribuyó a que nuestro viaje llegase a buen término. Sin esa valiosa herra­mienta hubiera sido com­plicado cruzar los Campos Elíseos con una niña y todos nuestros bártulos.
Nolo se marchaba ese día a Italia con su au­tobús y nosotros teníamos que ir hasta el camping, así que nos despedimos y cada uno continuó su ca­mino.
Con las mochilas a la espalda, las bolsas llenas comi­da, los sacos de dormir y Amelie sentada en la silla avanzamos por las calles de París. Fuimos al metro para poder coger el tren que nos llevaba hasta Versalles. El metro era un hormiguero con túneles en dife­ren­tes niveles. La mayoría eran hormigas obrero, pero no había ni rastro de la reina en aquel lugar, había cientos o miles de personas allí abajo que iban y venían sin detenerse, corriendo a toda prisa, en todas direcciones. Era una especie de submundo, una vida alternativa digna de estudio. Contaba hasta con el loco de la profecía del fin del mundo. Me pareció un sueño pero era real: entró por la puerta de un va­gón contiguo al nuestro y tras deslizarse entre la mul­ti­tud vociferando pláticas sobre el infa­me des­ti­no de la humanidad salió por nuestro lado como un dia­blillo confiado del éxito de su anuncia­ción. Increíble.
De algún modo pagamos un viaje de más al sacar los tickets, pero al menos no nos habíamos per­dido. Subimos al tren y mientras nos alejábamos poco a poco montados en él obtuvimos una imagen del skyline de la ciudad para el recuerdo: la Torre Eiffel levantándose orgullosa por encima de los de­más edi­ficios. Nos sentimos un poco tristes al pensar que no volveríamos allí hasta después de unos cuan­tos años. Nos daba pena no haber podido visitar el Museo del Louvre, el Palacio de Lafayette o simple­mente vivir allí aunque fuera una tempo­rada en la que recorrer las calles como Henry Miller en los años 30 y sentir la esencia de la vida misma. O como Amelie...
En el tren iba una pareja con mochilas y sa­cos de dormir, por lo que al bajarnos les pregunta­mos si iban al camping. Era una joven pareja alema­na que viajaba desde Noruega, a pie y en medios de transporte diversos. Por suerte se dirigían al mismo camping que nosotros y nos fueron de gran ayuda,  pues llevaba varios días luchando con el teléfono móvil y éste dejó de funcionar cuando más lo necesi­tá­bamos. Nos quedamos sin GPS. Fue una hermosa coincidencia, de no ser por ellos estábamos perdidos. Tras una buena caminata de algo más de media hora y guiados por ellos llegamos al destino. Ya estaba oscu­re­cien­do.
Al entrar vimos un majestuoso camping, casi de lujo, en el que sólo ha­bía gente de vacaciones des­cansando en unos bun­galows que semejaban cha­lets. No vimos a más viajeros como nosotros si exceptuamos a nuestros compañeros de caminata. Es­peramos en recepción para hacer check in mientras algunas personas se anotaban en una lista para tener pan al día siguiente. Una vez hechos los pa­pe­leos fui­mos a buscar una parcela en la que des­cansar esa noche.
De entrada el camping era de calidad y las autocaravanas que lo frecuentaban de alta gama, pero la zona de acampada era pésima: no había hierba y el suelo estaba lleno de raíces, erizos de castañas, piedras y tierra dura. Nos enfadamos mucho al pa­gar vein­ti­cinco euros la noche por una zona de acam­­pa­da en tan malas condiciones. Acam­pamos, pues está­bamos cansados del estresante día de metro y tren y ya era casi de noche. Nos dimos una ducha y prepa­ramos la cena. Nuestra pe­queña estaba encan­tada reco­giendo palos y piedras por todos lados mientras nosotros aprove­chábamos para lavar la ro­pa. Nos acostamos y dormimos como pudimos en aquel irregular terreno.
A la mañana siguiente fuimos a desayunar a la cafetería del camping, pero, sorprendentemente, había unas normas un tanto peculiares que no nos explicaron al lle­gar. La lista donde se anotaba la gente la noche pasada, no sólo era para pedir pan, sino para pedir también el desayuno. Por lo tanto, como nosotros no nos habíamos anotado, no tenía­mos desayuno. To­mamos un triste café con leche sin nada que mo­jar. Al terminar nos fuimos al centro de Versalles en bus­ca de una panadería y completamos el desa­yuno con unos deliciosos cruasanes. Había un mercado al aire libre en el que hicimos una compra para el tiempo que pasaríamos en el camping y pase­a­mos por el tranquilo pueblo. Pensamos que podíamos ir hasta el palacio de Versalles que se encon­traba a media ho­ra andando, pero ya no teníamos  tiem­po ni mucho di­nero.
Al día siguiente regresaríamos a París para coger un autobús que nos llevase al aeropuerto de Beauvais a unos ochenta kilómetros de la ciudad, así que llegado el momento volvimos a colocar todo sobre la silla parisina e hicimos de nuevo el recorrido de vuelta. La silla iba cargada hasta los topes.
Cuando llegamos al centro de la urbe, des­cendimos de nuevo a las entrañas de la tierra. Parece que no es posible ir a París sin adentrarse en sus profun­didades. Esta vez nos perdimos y anduvimos de un lado para otro hasta que no nos quedó más re­medio que parar y salir a la superficie a respirar. Aún re­cuerdo las caras de la gente del metro. Había tantas historias allí abajo.
Eran casi las tres de la tarde y estábamos sin comer. Paramos en un puesto de perritos calientes y continuamos, esta vez a pie, recorriendo la larguí­sima calle de los Campos Elíseos hasta el Arco del Triunfo mandado construir por Napoleón en el 1806. Toda la acera estaba repleta de gente. Delan­te, los restaurantes colocaban innume­rables mesas y sillas que los comensales ocupaban para degustar marisco y otros condumios y a cada paso la calle nos invadía con mil olores. Nosotros no parábamos de ver la misma escena a lo largo de los más de dos kiló­metros que tuvimos que recorrer hasta el Arco del Triunfo. Eso y las colas para entrar en las tiendas más caras donde algunos ya sólo se sacaban una foto sin pisar el caro suelo.
Por fin alcanzamos la parada de autobús desde la que partiríamos para Beauvais Tille Airport, no sin antes compramos el típico sou­ve­nir parisino de llaveros de la Torre Eiffel para re­par­tir a la familia y amigos.
El autobús iba lleno de españoles y fue bas­tante grato ir hablando con ellos de nues­tro viaje y de sus experiencias. El trayecto duró una hora. Al llegar al aeropuerto todos tenían prisas, pero noso­tros no teníamos que coger el avión hasta la mañana siguiente, así que, como habíamos reser­vado una pe­queña pensión en una población cer­cana, comenzamos a caminar con tranquilidad hasta la misma. Esa noche tuvimos que deshacernos de co­sas para no pasarnos del peso permitido por Ryanair. Estábamos nerviosos y tristes por dejar todo atrás pero a la vez con la ilusión de volver a casa y contarlo todo. Nues­tras trikes viajaban con Nolo a Italia y nosotros lo ha­cíamos de regreso a casa.
Por la mañana recogimos todo y buscamos un autobús que nos llevara al aeropuerto para evitarnos una hora de caminata. El aeropuerto de Beauvais era pequeño, pues ape­nas contaba con una pista y su zo­na de embarque era como una pequeña estación de auto­buses. Llegó la hora de subirse de nuevo a un avión. Caminamos por la pista hasta la escalinata del mis­mo. Subimos y pronto em­pezaron unas mon­ser­gas publicitarias pa­ra vender­nos de todo. El vuelo, en sí, fue agra­dable y Ame­lie durmió todo el camino.
Llegamos a Oporto. Sentíamos que estábamos cerca de casa pero aún teníamos que comprobar que el coche seguía donde lo habíamos dejado. Al ver que estaba perfecta­mente buscamos un sitio para comer. Había uno justo enfrente, pero para nuestra sorpresa solamente nos quedaban seis euros. Decidimos entrar igualmente en el local y pedir la comida para Amelie. El lugar era una casa de comidas tí­pica, para gente de paso, con el menú del día. Susana fue a junto el camarero, un señor mayor que era el dueño del local y le pidió si podía preparar algo ajus­tándose al presupuesto del que disponíamos. Él dijo que nos sen­tá­semos. Nos sor­prendieron cuando nos trajeron a la mesa un par de bandejas con comi­da y tres pla­tos. In­tenté ex­pli­car­les que no podíamos pagar todo aque­llo pero el ama­ble señor y su mujer dis­pusieron to­do sin más discu­sión. Hay mucha gente buena por el mundo. Co­mi­mos y agra­de­cidos deja­mos lo poco que nos quedaba.
Después subimos al coche y rebusqué en el suelo; entre los asientos apareció una pieza ya olvidada. Encendí el motor y emprendimos el camino de regreso a casa, sin dinero, con una sonrisa en la cara y una idea en la cabeza.


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